A puerta cerrada

El otro no necesita escuchar tu música, o saber tus confidencias por el altavoz de tu celular. Inmersos, sobreexpuestos a los estímulos, la contaminación sonora es invasiva, virulenta. Por otro lado y sumado a lo expuesto, la producción de información o la desinformación crece y se dispara exponencialmente en proporciones pantagruélicas, una discusión en las redes queda como chatarra sideral, la cual apenas sospechamos por cuánto tiempo y cómo será la arqueología digital de aquí a varias centurias. Los espacios reflexivos a puerta cerrada, como escribir a manuscrito una carta privada al amigo entrañable, a la prometida,  es un fósil de los días aciagos, análogos, en que de algún modo teníamos un relativo control a los factores externos, sin la codependencia a una pantalla. Una carta, una epístola, toda esa carga poética, hermoso vocablo vetusto, evocador a la luz de los cirios sobre escritorio Luis XV, tal vez la epístola pudiera nunca llegar a manos de su ansiado destinatario, tal vez pudiera haber sido leída por algún fisgón y hasta ahí quedaba el asunto, en esa región ignota de una campiña o intramuros al final de la campiña bucólica. Nada de nubes o dispositivos 4G, 5G… sin mayores complicaciones a la vida íntima del emisor, ninguna captura de pantalla o revelación imprudente memística. Ni emisor, ni destinatario tenían la certeza de su llegada o la conciencia de su extravío en pilas epistolares, almacenes, o sacos perdidos en el fondo del olvido, o en naufragio por los Mares del Sur.


© José G. Santos Vega

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