Alba callada

Dejó en el lecho
el amor acostado.

Ya llegó el alba.

Ya llegó el alba, con su gasa de luces, con su corona de nata.

Él se levantó como se levantan las garzas, dejando en el lecho el amor acostado. Respirando en silencio, por no molestar al aire, por no remover los besos gastados, los abrazos que aún perduraban cálidos sobre las sábanas. Con la elegancia y la seriedad que corresponde a un samurái, señor de las luces eternas, portador de la espada de fuego, de la katana forjada en la fragua de la luna, con brillos de plata. Se levantó, todavía con esa gasa que se enreda en las pestañas hecha de sueños ya despiertos.

Ella vivía un sueño de mundos internos, ajena a su entorno, reposando su cara sobre la almohada blanca, con los brazos quietos, pero con alma de alas. Todo era silencio en la habitación en que durmieron dos amantes y una espada.


Ramas en la noche

Él puso los pies en el suelo sintiendo sobre sus plantas el abrazo del tatami que lo llamaba. Sin la voz de los hombres, lo llamaba. Una vez derecho, como un árbol inquieto por la tristeza de sus ramas, giró su cuerpo hacia ella. Y la bañó de miradas llenas de nostalgias y, de reproches a sí mismo, por no saber mantener el amor, por no dar honor al tiempo de los abrazos que deberían perdurarse en la blandura del futuro más cercano. Algo hay de nostálgico al no saber mantener el amor más allá de los abrazos de luna de una noche encargada a la primavera. Una mezcla de alegría y tristeza, como cuando cae la sakura sobre la tierra. Sin tanto heroísmo, sin tanto heroísmo…

Ella seguía viviendo su sueño de pestañas hacia adentro. Sus venas parecían estar pobladas por unas lejanas campanas, y su rostro nevado, de una finura de nácar, indicaba lo contrario. Aún parecían permanecer en las yemas de sus dedos las caricias que encargó a la luna. ¡A cuantas flores les hubiera gustado tener ese perfil, que parecía inventado por la fantasía de la noche postergada!

Él dio unos pasos hacia la ventana, sintiendo la suave rugosidad del tatami bajo sus pies. Unos tibios rayos de sol, todavía en nacimiento, doraban la cortina de flores que caía en cascada silenciosa, como una lluvia de pétalos, perfumando el aire. Al lado de la ventana, en una mesa de madera, la espada. Guardián de la noche que nunca descansa. ¡Cuántos sueños guardará en su filo que nunca habla!

Tomó la katana con el cuidado con el que miran las grullas. De nuevo volvió a mirarla; a ella, a ella. Tanto silencio le parecía impropio del amor que había cantado antes. El sentido de lo efímero se le apretó en el pecho hasta robarle un suspiro que casi no sintió el aire. Un suspiro que se deslizó por la habitación como un fantasma de amor, de amor cansado. Tomó el breve camino hacia la puerta con el sigilo del rocío de la mañana. El picaporte se humilló hacia el suelo y él salió de la casa con la mirada ausente, con el alma en extravío, con los labios temblando por no decir adiós y con un escalofrío en los hombros que le anegaron el cuello de melancolía recién nacida.

Dejó en el lecho el amor acostado. Ya llegó el alba.

Cerró la puerta despacio, como una caricia callada, la última. Y se perdió en la nada.

¡Qué efímero es el amor de madrugada!

Entre la puerta y la cama solo queda un recuerdo que sangra.

Fotografías y texto © Felipe Espílez Murciano

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