Amor caníbal

Inspirado en la Plaza de Rembrandt, Ámsterdam


El invierno está llamando a las puertas de mi ciudad y las calles se llenan, cada vez con mayor intensidad, de ese filtro grisáceo que baña sutilmente las aceras y los rostros de cuantos desconocidos se cruzan en mi camino. Tan precozmente han llegado este año los primeros fríos que incluso parece haber mutado el aura de pronto, esa extraña cortina transparente que filtra los colores de las cosas según la estación del año. Me pregunto mientras deambulo si esos mismos colores serán los que también colorean los pensamientos de mis semejantes. Mis veranos, por ejemplo, son de un amarillo intenso, mis primaveras color verde selva y azul celeste, marrones los otoños y de un gris acerado los inviernos. Pero dudo que todos veamos las cosas del mismo color.

Camino en dirección al supermercado, esa gran cueva de Alí Babá en la que jamás te sientes solo, apenas a tres cuadras al oeste de mi lugar de trabajo. Leche de avena, té, un par de empanadillas y quizás alguna gollería con que endulzar la jornada de trabajo que aún me queda por delante. Me acuclillo hacia el estante inferior y frunzo el ceño. “¿En qué se diferencia el amor fraternal del que se siente por una pareja sentimental, dónde reside acaso la diferencia entre ambos sino es en el mero atractivo físico? – pienso yo, de pronto, mientras contemplo el anuncio publicitario de una famosísima marca de té en el que una pareja aparece recostada sobre un mullido sofá, acariciándose, ambos cubiertos de cintura para abajo por una cálida manta a cuadros. “Son amantes” –me digo-, “si fueran hermanos, o incluso primos, no se estarían acariciando con ojitos de estar yéndoseles la vida de puro gusto por los esfínteres de sus entrepiernas”. Me incorporo y libero una risita inocente. “Menuda barrabasada acabas de pronunciar” -me digo a mí mismo-, “cómo si no fuera de lo más normal acariciar a una madre, a un padre, a una hermana, a un amigo”.

Y de pronto me viene ella al recuerdo, la persona con quien sofoqué mi sed de cariño durante seis breves pero intensísimos meses. Quién fue realmente Eva es una pregunta que aún soy incapaz de responderme, incluso cuando han transcurrido ya más de seis meses de mutua ausencia. Sigo aun sin comprender qué vi en ella que me resultara tan atractivo, sin descubrir qué parecido guarda ella con las personas a las que he amado de verdad durante toda mi vida. Ninguno. Así de crudo, así de simple. Porque cuando Eva amaba, te devoraba con sus ojos, pero no solo sexualmente, sino sustancialmente, como si deseara engullir tu psique, al igual que si quisiera hacerse con lo más íntimo de tu ser. Cuando te acariciaba durante las madrugadas, a veces incluso dormida y sin desvelarse de su sueño, o cuando te reía una simple gracia o partía un bizcocho en dos partes, una para ella y otra para mí, y me ofrecía la mejor porción, yo estaba seguro de que ella escrutaba mi alma, buscando cualquier recoveco por el que colarse furtiva y aniquilar mi autonomía. 

Dejo el pasillo de las infusiones y me adentro en el de los congelados. Y allí están. Los malditos palitos de merluza rebozados que ella tanto adoraba. Decía que le gustaba acompañarlos con un vasito de agua con gas y una rodaja de limón. Siento una arcada recorriéndome el gaznate y me dirijo a la sección de helados para alejar su visión de mi mente. Pera nada, imposible. Parece que Eva ha venido hoy a mi cabeza para quedarse, maldita sea. En el envoltorio de un pack de seis granizados de lima hay un osito papá abrazando a su osito bebé. Eva me abrazaba tan fuerte y de manera tan sentida que incluso me hacía daño. Me anulaba. Y disfrutaba haciéndolo la muy cabrona. Un día se presentó en casa de mis padres sin avisar, la muy cretina, diciendo que me había visto paseando de la mano de otra mujer. Otra tarde, caminando hacia el teatro, se puso a gritarme enloquecida en mitad de la calle, rogándome que no la abandonara jamás, que antes preferiría destrozarme la vida que verme marchar.

Arrojo el té, los helados y las empanadas al suelo en un acto reflejo y salgo huyendo del supermercado para tomar aire. Me ahogo. “Maldita sea, Eva era una psicópata” –me digo -, “y tú un gilipollas por haberle dejado entrar en tu vida, so memo”.

Pongo rumbo de regreso a la oficina, sin haber probado bocado y con el estómago vacío, pero qué importa eso ahora. Solo quiero vomitar. Me detengo ante el semáforo en rojo y me quedo atónito observando los coches pasar, dejando que el humo de sus tubos de escape me envuelva. “La próxima vez que deje entrar a alguien en mi vida, me lo pensaré una y mil veces y elegiré con cabeza” –me digo en voz alta, tanto que media docena de rostros se vuelven curiosos hacia mí-, “alguien que me ame menos, alguien que me ame mejor”. El semáforo cambia entonces de color y yo cruzo la avenida sumido en mis pensamientos, hasta que de pronto creo distinguirla entre el gentío, aquí y allá, oculta bajo ese gorro de lana, envuelta en ese abrigo azul a rayas. Y de súbito llega a mí el aroma de su perfume y yo suspiro, añorando por un instante, solo durante un brevísimo instante, su desalmado amor caníbal.


© José María Atienza Borge

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