Antes de la pandemia
Antes de la pandemia, la rutina para el domicilio Pedro Franco resultaba menos insoportable. En las mañanas debía repartir las cuotas diarias de café en los diferentes restaurantes y cabarets del centro de la ciudad. Desde las siete de la mañana tomaba su bicicleta en la fábrica de café El Colino y en ella se desplazaba en un recorrido prácticamente rectangular, entre la iglesia de San Francisco y la calle veintitrés, donde culminaba su repartición en el Café El Molino. Sin embargo, todo había cambiado con la pandemia, por lo que los recorridos eran más cortos y tenía que permanecer al interior de la fábrica por más tiempo, ayudando a los dueños con la limpieza del lugar. Los dueños le habían advertido que de no ser por esta última opción, Franco podría ingresar a la no baja cifra de desempleados.
Extrañaba todo. Echaba de menos el golpeteo de la brisa fría temprano en la mañana, mientras bajaba por la carrera dieciséis. El olor al café haciéndose en los cafetines al tiempo que las primeras almas poblaban el centro era aliciente, no obstante que mucho antes de la pandemia se había vuelto rutinario. Por las tardes, Pedro debía desandar el camino para cobrar lo vendido en la primera parte del día. Le tomaba el pulso a la ciudad en dos momentos diferentes. No sabía que era feliz porque había caído en el marasmo de la rutina. Los comprendió ahora que no tenía la posibilidad de regresar a ese pasado.
Ante las nuevas disposiciones, aunque podía salir aún, las ventas habían disminuido. Muchos cafetines permanecían cerrados, por lo que la mayoría de entregas se hacían ahora a las casas de algunos de los clientes. Sus jefes, por otra parte, poco a poco le asignaban deberes que poco o nada tenía que ver con su cargo ejercido durante estos dos años que había trabajado en la fábrica de café. Iniciaron con la decisión de que Franco sacara una de sus mascotas, un gato pequinés, a cuya responsabilidad se relacionaba el lavarle los dientes tres o hasta diez veces al día. La señora Tormelloso, esposa del dueño de la pequeña empresa, quería asegurarse de la higiene del felino después de que éste ingiriera virtualmente cualquier partícula. Otro día, el patriarca le requirió acompañar a su madre, quien yacía postrada en una cama desde hacía ya diez años por una demencia severa. La anciana creía que cada vez que se levantaba de la cama, corría el riesgo de caerse a un abismo cuyo fondo estaba infestado de caribes hambrientos. Debió acompañarla durante todo un día porque la enfermera que la cuidaba había solicitado un permiso. Pensando en que sería el menos complicado de los favores, Pedro terminó el mediodía alegre y satisfecho. Solo le faltaba la tarde. No supo que sería el último favor que le pedirían. No supo que la última vez que había vivido el pulso de la ciudad realmente lo iba a ser por el resto de su vida.
Hacia las dos de la tarde, mientras Pedro le daba las últimas cucharadas de la sopa del almuerzo, la vieja se negó a recibirle más. Permaneció despierta viendo a través de la ventana. De repente, giró su rostro hacia Franco y con una mueca enajedamente feliz le pidió que la besara. “Qué bello luces, Fabián.” El hombre la miró detenidamente y le increpó corrigiéndola. “No sabes cuánto he esperado por este momento.” Franco, riendo, trató de hacerle notar que él no era el tal Fabián al que ella se refería. “No sabes cuánto daño me hiciste, con tu belleza, con tu engaño.” El rostro de la vieja cambió de repente. Era grave. Sus labios rajados y sus cejas densamente pobladas formaban un desorden integral con su rostro exageradamente arrugado. “Pero estarás conmigo por siempre, Fabiancito, amorcito”. Franco entonces consideró que era necesario llamar a sus jefes. Sin embargo, al girar para poner el plato sobre la mesita de noche, sintió un pinchazo secundado por un dolor intenso en su cuello. Tornar su cuello hacia la anciana le resultó imposible. Una corriente de dolor eléctrico le invadía la cabeza. En dicha posición, como si hubiese entrado en un estado de catatonia agudo cayó al piso. La vista se le fue disminuyendo o –tal vez pensó- era la alfombra lo único que podía ver.
El ruido seco de alguien aproximándose, los zapatos chocando parsimoniosamente contra la alfombra se acercaban pero al mismo tiempo se tornaban débiles. Podía imaginar el rostro de sus jefes. Escuchó una voz distorsionada, metálica. Un frío lo dominó lentamente desde los pies, adormeciéndole las piernas, tomando su torso sentía ahora un ardor fuerte y un desespero, cual si estuviera suspendido en un travesaño sobre un fogón. Todo se nubló.
La mañana era hermosa. Veía el cielo azul, diáfano. Evocó de inmediato las calles del centro de la ciudad. Detrás de ese bello recuerdo, sintió –o evocó- el sinsabor –¿de una pesadilla?- al no poder girar su rostro. El cielo azul a través de la ventana le estorbó. “Tranquilo, Pedrito. Todo está bien”. Sirviéndose del limitado movimiento de sus ojos en una rígida posición, quiso confirmar la voz gangosa de su jefe, pero sólo descubrió sus manos atadas a la cama en la cual yacía. Y al lado de ésta, la madre del empresario dormía sin remordimientos aún.
© Cruz Medina
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