Aprendiz de poeta

Al niño que fui me lo acabo de encontrar de la manera más inesperada esta misma mañana. Lo he reconocido enseguida. Caminaba despreocupado, trasteando por entre los coches, mientras doblaba la esquina de Paulina Harriet en compañía de tres o cuatro muchachos de su edad. La mochila le colgaba holgadamente de los hombros y reía a carcajadas, brincando aquí y allá.

Y yo, el adulto, que de tanto en cuando cultivo el gusto por convertirme en espía de mis vidas pasadas, he caminado tras sus pasos —que en realidad eran los míos—, de manera furtiva, pasando por alto que bien podría todo tratarse de una alucinación de los sentidos.

De pronto lo vi adentrarse en el patio del colegio de Lourdes y sin vacilar caminé tras él. Al instante me envolvió ese bullicio que aún recuerdo tan bien, el de los balones y los brincos, el de las prisas por no llegar tarde a clase y el de la mirada furtiva hacia la chica que desde hace ya un tiempo comenzaba a gustarme. Poseído por una extraña fiebre, seguí de cerca al niño-yo y dejé que me condujera por una de las puertas laterales hacia las aulas de la primera planta. Aguardé a que se adentrara en una de las clases y yo me parapeté junto a las ventanas del pasillo, sin perderlo de vista un instante.

Desde allí comprobé cómo se sentaba silencioso en su pupitre, extraía un libro de cubiertas amarillas, lo abría más o menos por la mitad y se quedaba embobado mirando una foto. Reconocí el rostro de Valle-Inclán al momento. ´Estupendo` —me dije desde la cristalera—, ´el día comienza con mi asignatura favorita`. Por la puerta entró entonces el hermano Pedro Ozalla, todo él genio y figura, maestro singular y perspicaz, fascinante, de estilo nada convencional, malabarista de las palabras, amante de geometrías léxicas y otros ingenios lingüísticos que compartía generosamente con todos nosotros.

Y en ese instante, mientras alguien comenzaba a leer en voz alta un extracto de Luces de Bohemia, comprobé cómo la pluma del niño-yo comenzaba a garabatear versos. Mientras Pedro enseñaba, yo conculcaba todas las leyes de la métrica y dejaba volar mi imaginación como un pajarillo.

“¿Me dejas tus apuntes, Atienza?” –escuché cómo me preguntaba otro niño al término de la clase—. Yo, por toda respuesta, le tendí mi precario poemario de romances imposibles, de cubiletes y conquistas, de pasadizos ocultos en el fondo del armario y caballitos de mar que cabalgan por ríos submarinos. Y de pronto, como si el niño-yo hubiera sabido de mi presencia desde el primer instante, se giró hacia mí, encendió una sonrisa y me guiñó un ojo. ´Algún día serás escritor` —me dijo. Lo leí en sus labios.


© José María Atienza Borge

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