Aquella abuela
Mis abuelos fueron sobrevivientes de aquel campo de exterminio, no sé cuántos barracones, incluso debajo de la casa montada en socos, apenas podían alzar las cabezas y estirarse en aquellos escasos metros cuadrados, las luces siempre encendidas, un infierno. Cuando una mangosta furtiva rondaba los alrededores, aquello era un pandemonio, con los arrieros, ya habían desarrollado buenas tácticas de autodefensa, pero las mangostas que ellos trajeron y se empeñaban en referirse a ellas como ardillas, esas sí eran de una ferocidad atroz, incluso contaban mis abuelos, que en mas de una ocasión los residentes de la casa grande fueron mordidos por esos rapaces astutos como los changos prietos, al cabo de unos días veían entre las rendijas del piso de tablas, una mesa llena de flores y las doñas de los alrededores cantando rezos por nueve días consecutivos, y los viejos maldiciendo la herencia truncada, juraban dar caza a aquellas bestias. Cada cierto tiempo allá adentro, recibían visitas dominicales de unos niños de punta en blanco, como alcanzaban escuchar mis abuelos, pues aquellos mocosos citadinos, superaban en crueldad a las mangostas, no bien los apretujaban en medio del patio, para pasar lista y contabilizar la producción, corrían tras los nuestros y todos en desbandada se apretujaban en intrincadas poses en pánico total. El saldo era siempre perder a uno de los nuestros, se lo ofrendaban entre risitas socarronas a aquella abuela, y esta acariciando la cresta a la niña de punta en blanco, le retorcía de un tirón el pescuezo, lo desplumaba y ya en la tarde todos en la casa grande bebían el caldo, y los huesos se los echaban a los sobrevivientes, y como la hambruna era la orden del día, les caían como los cerdos hacen en la otra casa grande contigua.
© José G. Santos Vega
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