Aullándome a la luna

Siempre pensó que lo trataban como a un perro. En la oficina, cuando se equivocaba en algún reporte, su jefe tomaba el fajo de papeles y lo enrollaba hasta formar un cilindro con el que se golpeaba la palma de la mano. Él bajaba la cabeza e intentaba hundirse en la silla giratoria. En casa era igual, estaba seguro de que la cena que le servía su esposa estaba compuesta por las sobras de ella y de los niños. Él comía en silencio sin dejar escapar una sola palabra de protesta. Una mañana, al levantarse, apenas había avanzado unos pasos cuando algo le dio un fuerte tirón justo en el cuello. Era una broma bastante cruel: alguien lo había sujetado con una cadena. Quiso soltarse, pero descubrió, con creciente alarma, que en lugar de manos ahora tenía unas patas delgadas y peludas. Intentó gritar. El ladrido que salió de su boca hizo que el sobresalto inicial se convirtiera en una profunda decepción. Volvió a intentarlo. De nuevo un ladrido lamentable. Estaba convencido de que ni siquiera era un perro de una raza noble y de un porte imponente, sino un anodino ejemplar mestizo. Se echó sobre el suelo y apoyó el hocico sobre las patas delanteras. Lo mejor era volver a dormir. Lo más probable es que cuando despertara volvería a ser un hombre. Claro, todos lo tratarían otra vez como a un perro, pero volvería a tener sus manos y podría ocultarse de nuevo tras un libro o una revista. Cerró los ojos con fuerza y se obligó a dormir. Cuando despertó seguía en el patio. Tenía sed. Por lo menos le habían llevado un plato con agua y otro con comida. El agua estaba tibia. Fue difícil beberla usando solo la lengua. Le faltaba práctica, algo que siempre le reprochaba su esposa.  La comida no estuvo mal. Un poco seca, quizás; sin embargo, tenía mejor sabor que el estofado que preparaba su esposa. Volvió a dormir. Despertó cerca de una hora después. El sueño ya estaba durando demasiado, se dijo, al tiempo que se rascaba con la pata trasera. El día dio rápidamente paso a la noche. Uno de sus hijos llegó a soltarle la cadena y le dio un par de palmadas en la cabeza. Él no pudo evitar mover la cola. Si el chico no se hubiera marchado con tanta rapidez, estaba seguro de que le habría lamido la mano. Recorrió lentamente el patio. Todo se miraba diferente desde esa altura. Los olores eran intensos, lo mismo que los sonidos. La verdad es que no era tan desagradable. Fue hasta una de las esquinas del cerco y estuvo a punto de sufrir un infarto. Una mujer vestida de blanco flotaba a unos centímetros del suelo. Cuando era niño había escuchado las historias sobre la capacidad de los perros de ver a los fantasmas. Así que es cierto, alcanzó a decirse mientras corría hasta la puerta de la cocina. Empezó a rasgarla con sus garras. No quería seguir en el patio. Su esposa abrió la puerta esgrimiendo una de sus sandalias.  ¿Qué te pasa?, gritó, alzando la sandalia. La decisión le tomó una fracción de segundo. Era mejor aventurarse con un fantasma a enfrentarse a su esposa. Se quedó junto a la puerta, hecho un ovillo. Cerró los ojos a la vez que se repetía que solo era un sueño. Solo un sueño.

Algunos meses después, las cosas seguían iguales. Ya se había acostumbrado a que el mundo se redujera al pequeño cuadrado del patio trasero. Su lengua ya había adquirido una agilidad asombrosa. Tal vez por ello habría recibido algunas palabras de elogio de su esposa. La comida estaba realmente bien. El secreto estaba en comerla primero y en beber el agua inmediatamente después. Era agradable sentir cómo se esponjaba dentro del estómago. Los fantasmas ya no lo asustaban. La verdad es que no buscaban hacerle daño. Solo estaban allí, atrapados como él. Sentía lástima por ellos. Sus ojos siempre estaban tristes. Tal vez porque no podían olvidar a alguien o tal vez porque a ellos ya los habían olvidado. Era como si existieran en otro tiempo, en otro lugar. Él, por su parte, todavía no se daba por vencido. Cada noche se repetía que muy pronto despertaría de ese sueño y nunca más dejaría que lo trataran como a un perro. Luego se lamía la ingle y, antes de echarse junto a la puerta, le aullaba a la luna.


© Kalton Bruhl
Imagen de Randy Rodriguez en Pixabay

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