Ausencia

Las últimas luces del sol de octubre se cuelan por los rincones; sólo han tenido que seguir el camino abierto en los cristales rotos para que el juego de sombras de las estanterías, aún con libros, se proyecte en la mesa de papeles revueltos, sobre los sillones, sobre las figuras de barro y sobre el retrato de una mujer joven de sonrisa inocente, como viejos guardianes en ausencia del amo. El silencio mueve el aire de la habitación sin tiempo; ni el leve crujir de las hojas, que el viento maltrata, rompen la triste espera de los fantasmas. No hay luna, pero, a lo lejos la ciudad resplandece.

Desde la colina de la casa de las sombras surge entre los árboles un camino, una arteria de vida que casi no se ve. El aire cálido recorre el paisaje que apenas se estremece en el encuentro; todo parece tranquilo, suspendido en las agujas del sueño, hasta que el ruido, aún lejano, de un chirriante motor rompe la armonía de la naturaleza en calma. Un coche blanco, destartalado y viejo, aparca detrás de la casa; las risas que salen por la ventanilla pertenecen a un hombre y una mujer jóvenes, del color del ébano, que se bajan alborotando.

—¡Déjame! ¿No ves que puede haber alguien?

—¿Aquí? ¡No seas tonta! Esta casa está abandonada desde que el dueño, un viejo que se follaba a sus alumnas, tuvo que salir huyendo, creo que murió; no hay nadie. Si te atreves, dentro se está mejor. Aún quedan muebles y un colchón para jugar. La descubrí con dos amigos, ¿ves esa ventana rota? Por ahí nos metimos la primera vez, después forzamos la puerta y sacamos algunas cosas para vender, hicimos un pacto y, sólo podemos venir nosotros. ¡Mucho cuidado con irte de la lengua!

La chica camina despacio, detrás. Él se vuelve y la espera con los brazos abiertos; enlazados llegan a la entrada. La cancela cede al primer empujón y la puerta de madera se abate con la misma facilidad; ambos se estremecen ante la estancia oscura. Huele a humedad, hace frío y al abrir se han metido algunas hojas. El chico rebusca detrás de la puerta y encuentra una vela que escondió la última vez; la enciende. Las pupilas se dilatan ante el juego de luz y sombras; él sonríe ante lo ya conocido; ella permanece en silencio, se agarra las manos y mira asustada a su alrededor. El polvo cubre todo como una manta extendida. En una mesa de patas torneadas se amontonan partituras amarillentas, partituras que también están esparcidas por el suelo. Hay dos sillones altos, caídos y, detrás estanterías con libros envueltos por las arañas, uno de ellos destaca por las letras grandes y doradas, donde a pesar del polvo puede leerse «DESGRACIA. J. M. Coetzee». A la izquierda un sofá al que le cuelgan muelles, otra mesa baja sobre la que se mantienen erguidas unas figuras de barro, un jarrón con flores secas y la foto enmarcada de una mujer, todo en extraña armonía, como si alguien se empeñara en poner orden en medio de la nada. Al fondo, se abre una puerta, y al lado, una escalera inicia su ascenso.

—Arriba está el colchón —susurra, dirigiéndose a la chica que niega con la cabeza la invitación de subir—.

—Da igual—dice—, aquí también podemos.

Se sienta en el sofá desvencijado mientras ella continua en silencio, mirando todo sin apenas mover la cabeza, rígida. Él la observa, se levanta de un salto y la abraza por detrás inmovilizándola; la besa en el cuello y la chica protesta con un insulto. La suelta, luego coge la vela y sube la escalera. Al verse sola le sigue hasta llegar a un rellano con tres puertas y un corredor en el que aparece otra escalera muy estrecha y empinada. —Es ahí arriba—, exclama eufórico señalando con el dedo. Ella se le acerca, lo besa y le acaricia la mano quitándole la vela. Se adelanta, sube y se queda parada frente a la entrada de la habitación en la que se ve una cama. Él la sobrepasa y entra primero. —¿Tienes miedo? —La chica niega con la cabeza mientras él se arroja al colchón y lo sacude a puñetazos. La nube de polvo les hace reír y… Ella se tumba sobre él. Abrazados, parecen uno en la sombra de la luz de la vela en la pared. Se besan, se sienten y, sucumben agotados después del ascenso. Duermen.

La soledad ha huido de la casa mientras ellos sueñan. La noche avanza, será cerrada. Se oye al viento que se cuela siguiendo las paredes; sube y baja las escaleras y envuelve a los amantes provocándoles un escalofrío que los despierta. Apenas queda cera y la llama se inclina hacia la puerta atraída por un vacío. Aún somnolientos, no saben dónde están hasta que la memoria los devuelve a la realidad de la colina de la casa de las sombras. Se interrogan con la mirada, con la sensación de que los observan. Se visten rápidos, silenciosos. Bajan deprisa las escaleras en busca de la salida y corren hacia el coche. El motor chirriante los devuelve al camino escondido entre los árboles, en dirección a la ciudad.

Ha vuelto el silencio, la calma a la colina de la casa de las sombras. El espacio recupera su vacío y se estremece ante la huida de los jóvenes. Sólo la ausencia espera una nueva llegada.


Texto y fotografía © María Cruz Vilar
(La carga de El Bombay)

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies