Aventuras en la misteriosa y mítica Isla de Pascua o Rapa Nui
Después de sortear obstáculos como sobreventa de vuelos, suspensiones por tempestades, entre otros, aterrizamos en esta isla paradisíaca. Aquí vivimos experiencias tan únicas que decidí plasmarlas en un cuadro.

Nuestras vacaciones comienzan madrugando. El responsable que nos robó horas desde los brazos de Morfeo es “El amanecer en el Ahu Tongariki”, un espectáculo cuyos actores son los quince colosales moais que también madrugan, filtran los rayos solares y trazan las siluetas de piedra volcánica. Los emblemáticos y legendarios jefes tribales erigidos diez siglos atrás continúan la pétrea protección de sus descendientes. El Ahu, la gran plataforma, los sostiene y orientan sus miradas de resguardo al interior de la isla, lugar de las antiguas aldeas pascuenses.
A vere o moai viajero – el más fotografiado, ubicado más abajo- sonríe y descansa de su viaje a la Feria de Osaka en 1982.
Al centro de la isla parece estallar el Rano Raraku con su actividad volcánica dormida, al igual que la ancestral faena de tallado de los moais, y en la falda reposa el moai gigante que nunca levantó su estirpe de veintiún metros, junto a sus compañeros, los “silenciosos moais orando al sol naciente”. Estos muestran sus cabeza y torsos, únicas partes que alcanzaron a salir del río de lava que oculta el resto de sus cuerpos. Un pecho tatuado, en el primer moai de la izquierda, invita a la intriga y aumenta el caudal de misterios. Es el tallado de una carabela de tres mástiles y velas cuadradas, como las de Colón. Coincidente con esto, a la derecha y en la cima del cerro Tangaroa surgen las tres cruces que conmemoran el arribo de los españoles y su intento por instaurar el cristianismo en la isla. Hoy es un lugar poco visitado, excepto los Viernes Santos por el paso de la procesión católica.
Visitamos el “Hare Paenga” o casa-bote, antigua vivienda construida sobre una base de piedra que llevaba techo de ramas y juncos, residencia para los de alto rango y estacionada también en la ladera.
Quise plasmar petroglifos. Están en diversos lugares y representan la atávica cultura rapanui. Permanecen en enormes piedras, tallados entre tortugas marinas, pulpos y peces. En las rocas esculpidas, los tiburones y el atún comparten espacio. Este último también se materializa como alimento preciado por isleños y turistas. Toma la forma de empanadas, frito o a la plancha con la compañía de un puré de camote.
Un “Pipi Horeko” (pequeña torre de piedra que demarca puntos de pesca), se levanta cerca de la caleta que refugia a un pescador, su bote y un enorme atún recién capturado.
A los pies del cerro corre una abundante manada de caballos libres y salvajes. Los mansos y domesticados se arriendan para cabalgatas al cráter del “Rano Kau” o al cerro más alto “Maunga Terevaka”. En ambos lugares están las mejores panorámicas de la isla.
Sin guías y por cuenta propia experimenté lo más espectacular y puse a prueba mis cinco sentidos: Exploré las “Anas”, impactantes cuevas isleñas. La primera, “Te Pahu”, una amplia caverna donde vivían isleños, hoy con una puerta de árboles plátanos que en forma natural impide parcialmente el acceso. Seguí con “Te Pora”, una estrecha entrada que conduce a una caverna que tiene una cama de piedra. Continué con una linterna, gateando por un túnel estrecho no recomendable para claustrofóbicos. La salida estaba a muchos metros de distancia.
“Kakenga” tiene un acceso con una reducida entrada y esmirriados escalones. Su túnel oscuro, estrecho y bajo, no augura la sorpresa que me espera al final del recorrido. La luz al final del túnel me conduce a dos ventanas que dan al mar; un acantilado, el olor y sonido de las olas golpean justo abajo. No quiero devolverme. Es una sensación inigualable. No hay otra forma de salir que volver por el mismo camino, (pintado en mi cuadro en la esquina izquierda).
“Ana Kai Tangata” es la última y única gruta a la que se accede bajando unos peldaños. La cavidad sorprende con sus pinturas rupestres de aves autóctonas. “El manutara o gaviotín apizarrado”, perduran en el tiempo gracias a que fueron pintadas con pigmentos naturales de tierra y grasa vegetal.
La idílica playa Anakena con sus aguas tibias, cristalinas y su arena blanca, engalanada por palmeras que ofrecen una refrescante sombra, fue el bálsamo relajante después de tan fuertes impresiones al término del día.
Cerca de la playa está el “Ahu Nau Nau”, los siete moais que se yerguen majestuosos sobre la arena. Cuatro lucen un “Pukao” de escoria volcánica roja, que personifica el peinado típico de los nativos. Es el cabello largo, enroscado y atado sobre su cabeza. En una época estuvo prohibido cortarlo pues se lo asocia al “mana” (poder) y esa tradición se mantiene, en algunos, hasta el día de hoy.
El clima con temperaturas cálidas durante todo el año, favorece los viajes a la isla. Sin embargo, para conocer más sobre la cultura pascuense, la mejor fecha es la primera quincena de febrero. En ese momento se celebra el Festival de Tapatí, una fiesta costumbrista.

En el evento se realizan competencias deportivas como el triatlón en el Rano Raraku. Los pascuenses cruzan la laguna del cráter en canoas de junco, corren alrededor de la ribera con dos cuelgas de plátanos en el cuello y regresan a nado al punto de partida. Otro desafío es el “Haka Pei”, que consiste en descender el cerro sobre hojas de plátano. También son atractivas las carreras a caballo, competencias artísticas de canto y baile, desfile de carros alegóricos, que culmina con la coronación de la reina del equipo ganador.
Pinté a los pascuenses bailando. Ellos con sus cuerpos pintados y ellas luciendo sus trajes de plumas y conchitas. La música, el Sau Sau, baile folklórico ondulante de manos y caderas. De niña lo aprendí en el colegio y aún lo canto en rapanui:
Vahine mata ninamu
Arofa tura vau
A viti viti mai
Tau ere iti ei
Aere opa opa
Opa te pahi
Te tere Maine
Rapanui nei.
Texto e imágenes © Cecilia Byrne