Calle de la cabeza
Tras la última aventura, regresamos, como siempre, a nuestro tiempo, a casa. En esta ocasión tuve unos días para arreglar mis asuntos y para ponerme al día en los envíos de mis artículos a la revista Encima de la niebla, en la que publicaba mis viajes y mis emociones.
Pero, al cabo de unas jornadas apareció de nuevo User, con la misma magnificencia de siempre. Yo también le recibí con la misma alegría de siempre pues él era el portador de nuevas aventuras, a las que ya me había acostumbrado de tal forma, que los días que pasaba en mi tiempo me parecían algo baldíos y un poco desmayados, ausentes como estaban de aquellos sucesos extraordinarios que sucedían en el pasado. Y aunque tener apostado mi futuro a mi pasado me producía cierta perplejidad al principio, cada vez lo sentía menos extraño. Y es que el ser humano se adapta a todas las circunstancias. También a las que no parecen lógicas, porque sabemos tampoco de la vida que ¿quién se atreve a decir lo que es lógico o no?
En cualquier caso, y fuera de toda reflexión, me encontraba una vez más ante la imponente presencia de User esperando entrar de nuevo en ese remolino temporal que me llevase a otro tiempo. Así sucedió, como era de esperar y el resultado fue el de siempre. Me encontraba en el Madrid antiguo al que ya me había acostumbrado a ver como normal y, aunque no me atrevía a decir si me gustaba más o menos que el actual, lo cierto es que era siempre placentero por las razones que cualquiera puede suponer.
Busqué a Thot y también, como siempre, lo encontré a mi lado. Entonces caí en la cuenta en que cuando nos encontrábamos, las muchas veces que lo habíamos hecho, nunca nos habíamos saludado ¡qué curioso! Pensé. ¿por qué será? A pesar de todo, tampoco lo hice esta vez, porque no me parecía propio, aunque no supiera la razón. A veces la intuición manda sobre la razón y manda bien. Y esperé a que me informase como siempre hacía con la máxima pulcritud, con esa extraña actitud que tenía, una mezcla de la altanería de los dioses con la sensibilidad y dulzura de un amigo.
Tras unos segundos de silencio, que aproveché para echar una ojeada a mi entorno, Thot, dándose la vuelta y mirándome fijamente a los ojos me dijo:
– Es necesario que le ponga en antecedentes para que pueda comprender con claridad lo que va a suceder ahora.
Yo asentí con la cabeza, no pereciéndome necesario hacer ninguna observación al respecto, pues lo veía absolutamente decidido a hacer lo que acababa de decir. Así que Thot continuó diciendo:
– Nos hallamos en esta pequeña calle que, por lo que sabrá después, es tan religiosa que hasta a veces, de tan devota hasta ha parecido beata.
– No logro entender -le contesté.
– Lo comprenderá enseguida cuando le explique, ya verá. Nos encontramos en el reinado de Felipe III. Aquella casa que le señalo pertenece a un sacerdote que, además, poseía una cuantiosa fortuna. El tal sacerdote tenía a su servicio un criado astuto, pícaro y disimulado en el que confiaba plenamente, pues su bondad no le permitía apreciar lo taimado que llegaba a ser su sirviente. El caso es que el tal criado andaba en desasosiego permanente porque, fruto de su vida secretamente disoluta, había adquirido unas importantes deudas de juego que no podía satisfacer, pues no tenía caudales para ello. Esa circunstancia hacía que mirase a su señor con gran envidia pues pensaba que su fortuna sería el remedio de sus males, devolviéndole a la tranquilidad que tanto ansiaba. Un día, cuando el cura estaba ausente, entregado a sus labores religiosas, acudieron a su casa los acreedores de juego del criado amenazándole con quitarle la vida si no hacía honor a la deuda contraída. Éste se tomó en serio la amenaza pues conocía muy bien los métodos de aquellos hombres. Así, que sin dudarlo les prometió que tendría el dinero al día siguiente. Ellos le dieron esas veinticuatro horas de plazo y se despidieron, no sin antes propinarle un golpe en el estómago que le cortó la respiración y lo dejó tirado en la misma puerta de la casa. Era evidente que tenía que tomar una decisión al respecto pues su vida estaba en peligro seguro y, además, a tiempo tasado. Así que, en su desesperación, decidió acabar con la vida de su amo y robarle su dinero. Y así lo hizo, cuando el clérigo llegó a casa, mientras se dio la vuelta para quitarse la ropa de abrigo que llevaba, el criado le asestó un golpe con la espada de tal consideración que casi le cortó la cabeza de un tajo. Hecho que remató después con una daga dejando el cuerpo en dos partes separadas. Aún con la sangre caliente, invadiendo el suelo, se dirigió a los aposentos de su amo y le robó todo el oro que tenía y que él sabía muy bien donde lo escondía. Después se dio a la fuga de forma precipitada y se dirigió a Portugal, de donde no pensaba regresar jamás. Tal fue el apresuramiento que llevaba que dejó la puerta de la calle semiabierta sin preocuparse de impedir el acceso a alguien que pudiera descubrir la felonía y partió cargado con el oro, con su deslealtad y con su crimen. Quién sabe cual de esas tres cosas le pesaba más. Lo cierto es que desapareció entre la niebla y dejó la casa regada de sangre y silencio.
– ¡Qué barbaridad! -fue lo único que acerté a decir.
Cuando me sobrepuse a la espeluznante historia, le pregunté a Thot:
– ¿Y no se supo nunca más del criado?
– Ahora se lo explico. Pocos días después de cometido el crimen, el sacristán de la parroquia de San Sebastián, que estaba muy cerca de allí, fue a llevarle al sacerdote recado de unas capellanías. Cuando llegó a la casa se encontró la puerta semiabierta. Eso le produjo un gran recelo pues no era normal. Sin embargo, antes de entrar, por prudencia, se procuró información de los vecinos. Éstos le dijeron que hacía días que no veían ni al clérigo ni a su criado. Fue entonces cuando el sacristán dio parte a la justicia. Tratándose de un clérigo, se actuó de inmediato y a los pocos minutos se hallaban delante de la puerta los ministriles que procedieron, ante las circunstancias, a entrar en la casa. Allí se encontraron al cadáver del cura decapitado, aunque no había rastro de su cabeza, como tampoco lo había del sirviente. Y aunque se sospechara de él, porque así parecía aconsejarlo los indicios, el crimen quedó impune, pues no se tenía noticia del huido. Y fue pasando el tiempo y el hecho se fue olvidando. Hasta tal punto que nadie se acordaba ya de aquel horroroso crimen que un día, hacía años, se cometió sin que nadie lo presenciara.
– Entonces ¿el criado quedó sin apresar? -le pregunté a Thot, muy interesado por la historia.
– Bueno, eso lo verá Vd. ahora. Solo quiero decirle que el criado, pensando que con el tiempo transcurrido estaba a salvo de todo peligro, regresó a Madrid, vestido ahora como un caballero como así se hacía pasar ante los que no le conocían. Por si no se había percatado es ese caballero que está mirando hacia la casa. Quién sabe por qué habrá decido volver al lugar de su crimen. Pero ahí lo tiene, parado ante lo que fue la casa de su amo. Verdaderamente, tiene que haber alguna razón para ello. Y no es que sea inusual que un criminal vuelva a la escena del crimen. Pero, en fin, no creo que sea esa una cuestión que tengamos en que pensar ahora. Lo cierto es que ahí está, parado, pensativo, sin el menor indicio de arrepentimiento y seguro que, tras los años pasados y su nueva apariencia, se encuentra totalmente seguro de no delatarse con su presencia. Pero ¡espere! parece que va a abandonar el lugar. Será mejor que lo sigamos.
Partimos tras él, con la suficiente discreción para no desvelar nuestra presencia. Estuvimos siguiéndole durante un buen rato, que no sé apreciar ahora si fue mucho o poco, pero que al final nos llevó al Rastro, no sin antes emitir alguna protesta mía por el mal estado de las calles de aquel Madrid que parecía que no le gustase que le pisasen y que, como castigo, ponía polvo y barro a los pies de los que lo hacían. Las calles, bulliciosas, hervían de gentes que iban buscando los objetos que querían comprar. Y nuestro hombre parecía, también, buscar algo. Y estábamos en lo cierto porque, finalmente, se paró en un puesto y compró una cabeza de carnero. Como no tenía sirviente que le ayudase, procedió a llevarla bajo su capa y así partió hacia no se sabe dónde. Y detrás de él fuimos nosotros.
Sin embargo, mientras iba caminando, la cabeza comenzó a gotear sangre de una forma profusa, tanto que era notorio el reguero de gotas que iba dejando a su paso. Un alguacil que se encontraba allí en esos momentos, alertado por esa circunstancia le dio el alto al viandante y le preguntó:
– ¿Qué lleváis bajo la capa que está chorreando sangre?
Él le respondió, con toda tranquilidad pues no tenía por qué temer nada:
– Es una cabeza de carnero que acabo de comprar en el Rastro y que pienso comerme asada esta noche para cenar.
El aguacil, quiso asegurarse más y le dijo:
– Haced la merced de mostrármela.
– Claro, ¿porqué no? ya le digo que es una cabeza de carnero.

El criado separó su capa de su cuerpo para mostrarla y su sorpresa fue total, pues en su lugar tenía en sus manos la cabeza del clérigo que decapitó hacía ya años. El alguacil dio un paso hacia atrás horrorizado por la visión de aquella cabeza y le gritó:
– Daos por preso, señor. Reo sois de asesinato.
El criado no daba crédito a lo que acababa de suceder y superado por las circunstancias e invadido por un repentino arrepentimiento, confesó su crimen al instante.
La escena también me conmovió a mí pues no daba crédito a lo que acababa de ver. Me mantuve callado mientras veía cómo el aguacil se llevaba al criado detenido, tras haber pedido un saco para meter en él la cabeza descubierta.
– ¿Qué pasará ahora? -le pregunté a Thot.
– Tras el juicio, se le sentenciará a muerte y será ahorcado en la Plaza Mayor. Le voy a evitar la visión de esa ejecución porque la asistencia a la misma no nos reportará nada ni útil ni bueno. Pero si quiero advertirle que aún hay un detalle más que hace todavía mayor lo extraordinario de esta historia.
– ¿Otro detalle más? ¿y de qué se trata? -pregunté tan sorprendido como interesado.
– Se trata de que, en el camino desde la cárcel hasta el patíbulo, llevaban, delante del reo, la cabeza del decapitado en una bandeja de plata. Sin embargo, tras cumplir la sentencia, la cabeza del clérigo se tornó otra vez en la cabeza del carnero. Pero no me mire así, con esa incredulidad, Martín. Sólo le narro lo que cuenta la leyenda.
– Ya, ya…
Tras los hechos relatados, Felipe III dio orden de colocar en la fachada de la casa del decapitado la cabeza esculpida en piedra del sacerdote. Sin embargo, su presencia producía un gran terror a los vecinos quienes solicitaron que se quitase de allí aquella cabeza. El monarca accedió y procedió a dar orden de retirarla. Sin embargo, eso no obstó para que aquel horroroso crimen siguiera en la memoria de los madrileños. Tanto es así que, pasados los siglos, aquella calle sigue llevando el nombre de la Calle de la cabeza.

Continuará…