Calle de latoneros
Habíamos vuelto de nuestra aventura de la calle del Desengaño, con un cierto sabor agridulce. Después pensé que no debía resultarme extraño porque, en realidad, también así es la vida. Y por lo que estaba comprobando, era así desde todos los tiempos. Parece que las luces y las sombras de la existencia son consustanciales a ella misma y que siempre coexistirán conformando lo que, nosotros llamamos vida.
En esta ocasión, no sé por qué, User me dio un poco más de tiempo antes de comenzar con la siguiente aventura. Estaba empezando a apreciar esa vida, tan nueva para mí, en la que nunca sabía cuál iba a ser la siguiente aventura ni en qué tiempo. Era algo extraordinario que estaba dispuesto a disfrutar plenamente. A veces; muy a menudo, en realidad, pensaba si todo aquello sería un sueño. Era de tamaña extravagancia que me era difícil asimilarlo; al menos, de una forma plácida y sosegada. Pero mi afán de vivir, en el pleno sentido de la palabra, me hacía huir enseguida de esas reflexiones y entregarme a la excitación del descubrimiento de lo desconocido; al menos para mí, porque, en realidad vivía cosas que ya habían sucedido. Lo del tiempo; ¡bueno! Eso era otra cosa. Una discusión aparte que, por comodidad, tenía decidido aplazar. En estos asuntos estaban mis pensamientos cuando, de improviso, se apareció ante mí User. Experimenté un gran placer al verle. La verdad es que estaba empezando a apreciarlo y, hasta diría yo, a quererlo. Me miró profundamente, como solía hacerlo y, sin ni siquiera saludarme, me dijo:
– ¿Está preparado para la siguiente misión?
– ¡Por supuesto! -Le respondí con toda mi determinación.
Y, entonces, desapareció de mi vista y, acto seguido, me fui imbuido en esa espiral que me llevaba a otro tiempo. Ya empezaba a acostumbrarme a aquel remolino de vida y tiempo, de tiempo y misterio.
Aparecí en una calle, moderadamente estrecha y moderadamente larga. A mi lado, como era de esperar, se hallaba Thot. Como siempre, su presencia me tranquilizó. Sin mirarlo, puesto los ojos en el horizonte de aquella calle más sucia que otra cosa, le dije:
– Volvemos a estar de nuevo en Madrid ¿no?
– Así es -me respondió, lacónicamente.
– Por lo que he podido comprobar siempre viajamos a Madrid.
Thot sonrió y me contestó:
– Veo que ya se ha dado cuenta. Así es. Viajaremos siempre a Madrid.
– ¿Y por qué no me lo había dicho? -inquirí
– No lo consideré relevante -me contestó; diría yo, con cierta autosuficiencia.
Él se dio cuenta de esa circunstancia y queriendo rectificar su actitud, pero sin pedir excusas porque los dioses no piden perdón, me dijo con un tono mucho más dulce.
– Nuestra misión será siempre en Madrid porque es allí donde se encuentra nuestro objetivo. Y le ruego encarecidamente que no me vuelva a preguntar cuál es, porque no me está permitido relevárselo.
– No tenía esa intención -le respondí, sin demasiada convicción. Y proseguí preguntándole:
– Y dígame ¿Dónde nos encontramos exactamente?
– En la calle donde ejercen su noble oficio los latoneros.
Yo me limité a mover la cabeza afirmativamente, dándome por enterado, pero sin intentar averiguar nada más. Sin embargo, Thot pensaba otra cosa y se propuso aleccionarme, siquiera vagamente, de aquel oficio antiguo que, por entonces, era de plena actualidad.
– Debe saber que, aprovechando las formas tradicionales y artísticas que hasta entonces habían usado ciertos artesanos, comenzaron a construir sus obras con una aleación de cobre y zinc, por entender que era un metal más maleable y, por tanto, más útil para sus obras artesanales.
– ¿Que obras eran esas? -le pregunté.
– Eran muy variadas. Fabricaban braseros apoyados en patas de garras, otros con colas de delfines. También hacían bandejas para recoger la limosna en las iglesias. Asimismo, realizaban unas obras artesanas que consistían en unas arquetas para contener las dádivas.
– ¿Y cómo eran esas arquetas? -le pregunté
– Eran unas cajas dotadas de una ranura en su parte superior, por donde se introducía la limosna. Se les comenzó a llamar cepos, porque no podía sustraerse lo contenido en ellas, permaneciendo las monedas al abrigo de la avaricia inadecuada de terceros. De ahí, viene, precisamente la denominación de “cepillos” que existían y, aún hoy, existen en las iglesias.
Como vi que parecía que la explicación de Thot había terminado, le dije:
– Muy interesante.
– Lo interesante viene ahora. Fíjese en lo que va a pasar delante del taller de ese latonero.
Presté toda la atención que se me había sugerido. Enseguida pude observar un artesano, o quizás ayudante, no lo supe determinar en ese momento. Pude ver y oír con claridad que, mientras trabajaba, improvisaba versos, al ritmo de sus martillazos, con una pericia que hacía estremecer el espíritu por su alto ingenio.
– Esté atento, Martín. Mire quien se acerca al taller ahora.
Me pareció un personaje conocido y tras meditar un momento creí estar seguro de quién era. Así que le dije:
– Sin duda es el conde-duque de Olivares. Lo he visto en multitud de ilustraciones e, incluso, cuadros.
– Así es -me contestó mi compañero. Es quien Vd. dice, el valido de Felipe IV.

Se ha parado. Parece que a oír a ese oficial de latoneros que está improvisando versos al ritmo de su martillo.
Efectivamente, el conde-duque de Olivares se acercó al oficial latonero y le comunicó que le había hablado al rey de su arte poético y que, el monarca que era muy aficionado a la poesía, estaba interesado en conocerlo.
El artesano, que no daba crédito a lo que oía, aceptó muy honradamente la invitación. Así que ambos, se dirigieron a palacio. Cuando llegaron a presencia del monarca el latonero entró en una gran turbación por estar en presencia de su majestad, lo que le impedía casi moverse. El rey, que se paseaba por la regia sala, se dirigió al compositor y le preguntó:
– ¡Hombre, dícenme que vertéis perlas!
A lo que latonero respondió:
– Si, señor, mas son de cobre,
y como las vierte un pobre
nadie se baja a cogerlas.
Y entonces pudimos ver cómo, el rey, habiéndose quedado admirado por la gracia del latonero y, para compensar su ingenio, ordenó que se le hiciese entrega de un regalo, pues bien lo merecía su arte.
Nos fuimos de allí, sin ser vistos. Sin duda, para aquel latonero había sido el mejor día de su vida. Para nosotros, que disfrutamos de los bienes de los demás, gozamos de lo que habíamos visto, de lo que habíamos sentido. Y nos preparamos para volver, sabiendo que aquella aventura no nos había revelado el objetivo final de nuestra misión. Pero nos fuimos con la emoción de la poesía en nuestros oídos, y con nuestros ojos florecidos de la belleza compartida. Que así es la poesía. Siempre, es así. Para un artesano y para un rey.
Y en recuerdo de aquellos artesanos,
no solo del latonero poeta,
sino en el de todos ellos,
aún hoy, una calle de Madrid lleva su nombre.

Continuará…