Calle del Candil

Esta vez, User me dejó descansar cuatro días. La verdad es que me hacía falta y se lo agradecí en gordo.

El cuarto día después de haber vuelto, me hallaba yo en casa, desayunando. Algo me hacía presagiar que ese día se presentaría User para encargarme una nueva misión. No es que creyera tener dotes de adivinación, ¡no!  Simplemente lo creía muy probable por el tiempo que había pasado sin sus noticias y porque, además, él se solía presentar a esas horas ¡vaya Vd. a saber por qué!

Y así fue. Al ir a tomar la taza de café para apurar su contenido, se me presentó como un suspiro de aire enfrente de mí.

–  Veo que ya no se asusta de mis apariciones -me dijo, sonriendo.

–  A todo se acostumbra uno -le contesté, quizás demasiado sobradamente.

–  ¿Está preparado?

– Lo estoy.

– Sí, así es, buen viaje.

Y otra vez me vi envuelto en ese torbellino de luz y tiempo que no sé describir y, mucho menos, definir. Un torbellino raro, extraño, fantástico e increíble y, que, ya empezaba a gustarme porque le había perdido el miedo en la misma medida que aprendía a disfrutarlo como una experiencia excepcional.

A los pocos segundos me vi en las afueras de Madrid. El sitio, esta vez, no era agradable, como había sido en otras ocasiones. Y a pesar de que en mi tiempo era por la mañana temprano ahora me encontraba con una noche cerrada. Tanto que no distinguía nada, ni siquiera podía ver a Thot. Pero no tardó en hacer acto de presencia. Se dirigió muy sigilosamente hacia mí y me dijo en voz baja:

–  Mediados del siglo XIV

–  ¿Cómo dice?

–  A Vd. le gusta saber, como es lógico, la época en que nos encontramos. Ya le digo, mediados del siglo XIV

– No me diga que estamos otra vez en el conflicto de D. Pedro y D. Enrique.

–  Así es. Es solo una casualidad. No le importa ¿verdad?

–  No, no, en absoluto. Solo me ha parecido curioso -le contesté, de forma tranquilizadora. Pero ¿por qué habla tan bajo?

–  Por prudencia. Estamos en unos días muy inseguros y es mejor que seamos precavidos. Por otra parte, tengo una pregunta para Vd. ¿Tiene claustrofobia?

–  Claustrofobia no, pero le confieso que la pregunta me intranquiliza -le contesté, un tanto inquieto.

–  No tiene de qué preocuparse -me contestó Thot. Simplemente es que será necesario que entremos en una mina.

–  ¿En una mina?

Terminé haciendo un gesto con los ojos en el que Thot no reparó pues ya había emprendido la marcha hacia no se sabe dónde y sin que, al parecer, considerase necesario contestarme. Yo le seguí sin gran determinación, casi por el mero hecho de no quedarme solo en aquellos lugares tan solitarios y que tenían toda la apariencia de ser un estercolero. No podía asegurarlo porque estaba muy oscuro pero el olor que emanaba del suelo así parecía confirmarlo. Cada paso que daba y pisaba algo blando me invadía una angustia que no podía reprimir, pero intentaba, por todos los medios, no exteriorizarla para que Thot no me tomara por un pusilánime

Al fin llegamos a lo que parecía ser una entrada a una mina, tan apestosa como el exterior.

–  Ya hemos llegado. Entraremos y nos guareceremos en un lugar que ya tengo preparado al efecto para que no noten nuestra presencia. Sígame, por favor.

–  Sin contestarle, inicié el camino justo detrás de él, pensando que, si seguía sus pasos, posiblemente podría evitar pisar algunas de esas blanduras que me estaban sobrecogiendo continuamente.

– Al cabo de unos minutos llegamos a nuestro destino. Thot me hizo una señal para que tomara posición y así lo hice. Cuando me había protegido de miradas ajenas, me dijo en voz baja:

–  Esperaremos aquí para observar los acontecimientos.

Al cabo de unos minutos, apareció una anciana que llevaba un candil para alumbrarse. No daba mucha luz, pero era suficiente para ir recorriendo el desagradable camino de esa mina con una suficiente comodidad. Pasó delante de nosotros sin que nos viera. Una vez lo hubo hecho, Thot me indicó con la mano que la siguiéramos. Y así lo hicimos, en el más completo sigilo. Mientras íbamos detrás de ella, mi inquietud se fue tornando por curiosidad y empecé a disfrutar de la aventura, por primera vez desde que había llegado.

–  ¿Por qué vamos por esta mina y no lo hacemos por el exterior? -pregunté a Thot en voz baja.

–  La razón es que como Madrid permanece fiel a la causa del rey don Pedro I de Castilla, se han cerrado las puertas de la villa en prevención de que puedan entrar las tropas de Don Enrique, que les ha puesto cerco.

–  Entonces ¿vamos a ver a las tropas de D. Enrique?

–  Efectivamente -me contestó Thot, escuetamente.

Cuando llegamos al final del túnel y salimos al exterior, pudimos ver al rey D. Enrique con sus tropas de asedio en las puertas de la villa.

Sorpresivamente, el monarca estaba esperando a la anciana que nosotros habíamos seguido y que resultó ser una pobre hilandera. Cuando la mujer llegó a la altura del rey se paró delante de él sin decir palabra, pues era evidente que no sabía cómo comportarse ante tal dignidad. El rey, comprendiendo la situación, no le afeó su actitud y le dijo:

–  Entonces venerable anciana ¿me confirmáis que sabéis un camino para entrar en la ciudad?

–  Así es, señor. Lo conozco y os lo puedo mostrar cuando deseéis pues es el mismo que he seguido para llegar ante vuestra majestad. Se trata de una mina que, aunque estrecha y tortuosa, tiene salida al arrabal de San Ginés. Desde allí se puede llegar al alcázar, a través del arroyo.

– Sea, pues. Mostrádmelo.

–  ¿Vais a venir majestad? -le replicó la anciana, extrañada.

–  No, irán algunos de mis soldados.  Adelante, anciana, mostradnos ya ese camino. Si es de mi placer, os lo sabré agradecer de largo, pues grande será vuestro servicio.

 A la anciana le complacieron enormemente esas palabras, pues conocía que la palabra del rey nunca se rompía y que, además, tenía fama de ser muy generoso. Así que, sin pensarlo, se dio media vuelta y se dirigió hacia la entrada de la mina, siempre con su candil en la mano. Los soldados elegidos por el rey le siguieron muy de cerca, mientras D. Enrique quedó a la espera de la confirmación de que sus tropas podían entrar en la villa a través de aquel túnel.

Al ir a entrar a la mina, viendo los soldados que el candil de la anciana daba poca luz, decidieron encender unas antorchas. Viendo esto la hilandera, protestó de inmediato argumentando:

–  SI encendéis las antorchas, dado que la villa está muy cerca, pueden divisarse las luces y cortarnos el paso.

Los enriqueños no parecían estar muy de acuerdo, pero, entonces, D. Enrique, dando la razón a la hilandera, ordenó que se alumbraron solamente con el candil, pese a las dificultades que ello conllevaba, pues era más importante la seguridad que la comodidad. Pero, al llegar afuera, la hilandera apagó el candil por prudencia. A partir de ahí, el camino fue tortuoso porque andaban perdidos por las atarjeas hasta que alcanzaron el arrabal. Una vez allí, volvieron de nuevo al punto de partida para informar al monarca.

Avisado el rey de que, efectivamente, el camino de entrada se encontraba franco, quiso conocerlo personalmente. Así que, acompañado de la hilandera, entró en la mina, alumbrándose con el candil de la anciana. Hicieron el camino hasta llegar al arrabal. De ahí se volvieron hasta la casa de la hilandera, haciéndola lugar de mando y dando en seguida disposiciones para que sus tropas ocupasen el arrabal.

Desde la casa de la hilandera, D. Enrique hizo una serie de proposiciones a los madrileños. La contestación fue una negativa a tales propuestas.

Y acaeció después que D. Enrique tomó la villa. No tuvo que recordarle la hilandera la promesa que la había hecho, pues nada más tomar la villa el rey haciendo alarde de su generosidad y gratitud, premió grandemente a la hilandera por su servicio al rey. Y, además, mandó que se colgase en su casa un enorme candil de plata en recuerdo de haber estado allí su real persona.

Todas esas cosas las vivimos en las jornadas que estuvimos allí, siguiendo con emoción el transcurso de los acontecimientos.

Cuando todo hubo acabado, le pregunté a Thot si en aquel lugar se haría alguna vez una calle con el nombre del candil, como yo suponía que iba a pasar, por la experiencia que tenía de las anteriores aventuras.

–  Efectivamente -me contestó. Pero la cuestión no fue muy pacífica en el tiempo.

–  ¿Qué quiere decir? -le pregunté intrigado.

– Le explicaré los sucesos que acaecieron en el futuro de aquel tiempo. El candil se quitó de allí como consecuencia del pleito suscitado entre los hermanos llamados los Preciados. Éstos compraron aquel terreno y pretendían que les perteneciera el candil, pero el tesorero del rey entabló demanda, providenciándose ante el Consejo, argumentando que el candil pertenecía al rey. El pleito lo ganó S.M. pero como ya no podía permanecer en su sitio puesto que los terrenos ya no pertenecían a la corona, se fundió y con el material se labró una lámpara que colocaron en el santuario de Nuestra Señora de Atocha. Y, además, se obtuvo el derecho de poder colocar en su lugar, como así se hizo, otro candil de hierro como muestra del privilegio real que la casa tenía por haber sido morada del rey. Sin embargo, pasado el tiempo también se quitó esta insignia y la calle quedó con el título de candil.

–  Verdaderamente, la historia no fue muy benévola con el candil, -le contesté, un poco decepcionado, pues la emoción que había vivido aquellos días parecía que no era digna de ser recordada; al menos, con la intensidad con que yo lo hacía.

–  Pero no se acaba ahí el devenir de la calle del candil.

–  ¿Aún hay más, -le pregunté, con notoria impaciencia.

–  Sí, pasado el tiempo, el cronista oficial de la ciudad, Pedro de Répide, opinó que, como ocurre en muchas ocasiones, la imaginación popular, a veces desmedida, desborda a los verdaderos hechos. Así que vino a descargar de fantasía a la historia, argumentando que el gran candil que pudo haber en este lugar extramuros, es más probable que fuese el anuncio de latón de un artesano candelero. ​Y para rematar el abandono que sufrió esta historia, en 1901 se cambió el nombre de la calle del candil por el de calle de Galdo, en homenaje a don Manuel María José de Galdo, que fue alcalde de Madrid entre 1869 y 1870, dejando sin recuerdo callejero a la hermosa historia del candil.

Sin embargo,
a pesar de que su nombre no aparezca testimoniado en una placa,
que haya perdido el título de calle del candil por abandono de la memoria,
y aunque ni siquiera los hechos fueran como nos gusta recordarlos,
seguirá en el recuerdo de todos para siempre
y detrás del nombre, se llame como se llame,
perdurará siempre el nombre de calle del candil.


Calle de Galdo

Continuará…


© Martín Z.

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