Calle del perro

Una vez que habíamos completado nuestra misión regresamos, como siempre, a casa. Estos retornos eran siempre agradables pues significaba que no había perdido contacto con mi época, que no me había quedado perdido en el tiempo, como a veces, en los momentos más débiles, temía. Pues a pesar de que siempre volvíamos, yacía en mí un cierto temor en ese sentido.  Yo no dominaba personalmente el tiempo, simplemente me dejaba llevar por la magia de User. Por esa razón, siempre tenía pendiente, en el saco de los temores, una cierta incertidumbre temblando por un futuro incierto. No era de extrañar, pues estas aventuras no estaban en el plano de lo lógico por lo que no podía razonarlas adecuadamente. ¿De qué valía la razón ante un viaje en el tiempo?

En esa ocasión, casi no me dio tiempo de nada. A los pocos minutos de llegar a casa, User apareció, como siempre de improviso, y me dio noticias de mi nueva misión. Y acto seguido, casi sin poder prepararme anímicamente, me vi envuelto en ese torbellino temporal al que ya me estaba acostumbrando, como si fuera algo normal. ¿Normal? Qué curiosa es la mente del ser humano que, cuando se acostumbra a algo, lo considera normal como si de verdad lo fuera.

El sol hacía ya un rato que había levantado en aquella calle, que era verdaderamente extraña. Así que me dirigí a Thot, que se encontraba a mi lado, como siempre, y le pregunté:

–  ¿Pero, dónde estamos? -Nunca había visto una calle tan estrecha.

–  Si que lo es, sí. Efectivamente. Mide poco más de dos metros de anchura y, seguramente, es la calle más estrecha de Madrid.

–  ¿Y cuál es su nombre?

–  En un futuro será conocida como el callejón del perro. Pero no es prudente adelantar acontecimientos, pues vamos a vivir la historia que más tarde dará nombre a esta vía. Observe, observe atentamente lo que va a suceder a continuación.

–  ¿Y cómo se llama ahora?

–  Eso, ahora, no es relevante. Le he pedido que esté atento a lo que va a suceder -Me contestó Thot subiendo ligeramente el tono.

–  Está bien -le contesté con cierta resignación. Seguramente llevaba razón en que no debíamos perder el tiempo con disquisiciones que no venían al caso. Me admiraba su practicidad y no tenía ningún problema en aceptarla con toda naturalidad, pues siempre nos era conveniente.

– ¿Ve aquel perro que hay allí? -me preguntó Thot

–  Si, ya lo veo. Es enorme y tiene una presencia que, no sé porque, intranquiliza el espíritu. E intuyo que es el protagonista de nuestra historia.

–  Así es -contestó Thot con cierta suficiencia, aunque no tanta como para ser molesta.

–  ¿Puede darme más detalles?

–  Si, claro. Este mastín es de Enrique Villena, maestre de Calatrava. Y lo usa para custodiar esa casa de madera, donde guarda unos instrumentos de física y química.

En ese momento llegaron, casi a nuestra altura, dos mujeres que venían de lavar la ropa. Cuando vieron al perro se pararon en seco. Una de ellas, la más alta, le dijo a la otra que no se acercara al animal, pues además de su fiereza evidente se decía que era capaz de echar mal de ojo. 

Cuando oí esta breve conversación, empecé a comprender la situación. No solo era un miedo. ¡Eran dos!

En esas meditaciones estaba cuando las dos mujeres se dieron la media vuelta y huyeron de allí, espantadas por la que ellas consideraban como la presencia horrorosa de aquel gran mastín negro, negro como el mismo infierno, al que había que temer tanto como al mismo diablo.

–  ¿Se ha fijado en la reacción de esas dos mujeres? -me preguntó Thot.

–  Si -le respondía con seguridad.

–  Pues ese es el sentimiento de la mayoría de los madrileños que conocen la existencia de ese perro. El bulo se ha corrido por toda la villa y, a tal velocidad, que incluso es temido por aquellos que ni siquiera lo han visto.

En ese momento, se dejaron ver en la esquina de la calle tres hombres que avanzaban con precaución, tanta que podría considerarse, sin temor a la exageración, de miedo. A pesar de todo, su curiosidad les impulsaba, no a acercarse al perro, porque eso hubiera sido mucho, pero si a observarlo desde lejos. Uno de ellos, el que iba embozado, les dijo a los otros:

–  ¿Por qué se dice que este perro echa mal de ojo? No había oído nunca que un animal pudiera tener este poder sobrenatural que, antes de ahora, creía reservado solo a los humanos.

–  Yo te lo diré, pues me lo dijo un maestro ducho en estas cuestiones. Se piensa, que el tal Enrique Villena practica las artes oscuras en esa casa de madera y que para no ser descubierto ha puesto de vigilante a esa bestia feroz que, además de su corpulencia física, está dotada con ese poder maligno. Eso le asegura que pueda seguir con sus prácticas prohibidas sin que pueda ser molestado por la curiosidad de la gente.

–  Pero eso puede ser una manifestación sin fundamento. ¿Cómo se saben esas cosas?

–  Porque se tiene la certeza de que ese individuo guarda en esa casa muchos instrumentos de ciencia y física. Incluso, se sabe que tiene varios libros prohibidos de alquimia, nigromancia y magia negra, muy perseguidos por la Santa Inquisición.

Mientras así hablaban los tres hombres. En realidad, dos de ellos porque el tercero había permanecido callado, seguramente presa del terror que infundía aquella bestia horrenda, apareció en escena un cuarto hombre. Aquel hombre, que se le veía armado, pues llevaba colgando de la espalda una ballesta, caminaba con una seguridad digna de alabanza, máxime si se piensa que se dirigía hacia el lugar donde la bestia hacia su guardia.

–  ¡Teneos! ¿Dónde vais, ignoráis el peligro que os aguarda si avanzáis en esa dirección?

–  No me habléis de miedo, señor, que yo desconozco ese sentimiento. Y yo paso por donde me viene en gana y nada ni nadie osará impedírmelo. Porque yo soy un ballestero real y no hay hombre ni animal alguno que entorpezca mi libertad, a la que le guardo tanta pleitesía como a mi rey.

– Pero si pasáis por ahí, el animal os va atacar y vais a perecer en una muerte horrenda. Mirad que es un perro con poderes mágicos.

–  Para poderes mágicos, los de mi ballesta. ¡Pero, basta! Apartaos y dejadme el paso expedito o vais a probar las consecuencias de mi cólera -le contestó el ballestero, de la forma más arrogante en que un hombre puede dirigirse a otros. Además, no paso por aquí solo por decisión propia, pues tengo una orden que cumplir.

– ¿Qué orden es esa, si podéis decirla? Le preguntaron.

–  La orden del obispo inquisidor, D. Lope Barrientos, que me ha encomendado la muerte de ese perro por pertenecer al maligno.

Entonces, al oír esas palabras, el otro hombre se apartó, mientras indicaba con la mano a sus otros dos acompañantes que se apartaran también.

El ballestero, entonces, pasó con paso enérgico. Cuando llegó a la altura del perro, el can no le concedió la menor atención. Dio la impresión que eso molestó al ballestero pues poca heroicidad podía haber pasar al lado de un perro, por muy fiero y maligno que fuera, que estaba en calma absoluta. Fue entonces cuando decidió tirarle una piedra que había en el suelo con la evidente intención de molestarle. El perro reaccionó como se esperaba y se lanzó hacia el hombre con una fiereza que asustaba solo de verla. En ese momento, el ballestero, que ya llevaba su ballesta preparada, le disparó un flechazo tan certero que hizo que el perro cayese muerto mientras ensuciaba el aire con terribles alaridos.

–  Entonces, el hombre que había permanecido callado hasta entonces gritó desesperadamente: -¡Mirad como se eleva su espectro!

Y aunque ninguno de los otros viera semejante cosa, le dieron la razón por no parecer más simples que él. Desde aquel día, fueron muchos los madrileños que también vieron al pretendido espectro del perro, más presos de la sugestión y el miedo que de la razón.

Al poco rato, apareció una comitiva de la Santa Inquisición. Libre el camino del fiero mastín que impedía el acceso a la casa, llamaron a la puerta y esperaron a que abriesen. Les dio paso franco el criado de Enrique Villena y entraron todos en la casa. Una vez adentro le acusaron de pactar con el diablo y se lo llevaron preso. Más tarde se conoció que fue condenado a prisión, y que murió en ella en el año 1434, a causa de unas fiebres.

Desde entonces, la leyenda fue creciendo entre los habitantes de la villa de Madrid y, también desde entonces, aquella calle fue conocida como el callejón del perro.

La calle del perro desapareció cuando se construyó la Gran Vía de Madrid.
Pero la leyenda continúa.
La lástima es que el perro tenga que sobrevivir en la historia con una leyenda negra.
Seguramente no se lo merecía, pero la vida, a veces, es así de ingrata.


perro

Continuará…


© Martín Z.

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