Camposanto
En la dulce tristeza de esta tarde de agosto.
Me adentro en un poblado silencioso y extraño.
Sus moradores fueron y de alguna manera aún son, aunque no estén.
En los libros abiertos de mármol y granito.
Hay toques y llamadas a la piel
de los vivos.
Que hollamos su sendero,
paseamos su ámbito,
con ese sentimiento de alma estremecida.
Con ese aire cernido de honda remembranza.
Y esa certeza sorda que te dice,
que un día:
Fatídico y mortal.
Definitivo y último.
Cerraras la puerta al mundo conocido.
Y la abrirás a otro…
¿Luminoso y feliz?
¡Eso ansío creer!
Pero ¿dónde irá todo?
La vida y su cortejo:
El sentimiento el pálpito.
El odio y el amor.
Lo grandioso y mezquino
del vivir cotidiano.
La lágrima y la risa.
El gozo y el dolor.
Y en este coto amargo.
Esta tierra de nadie.
Los que fueron, te llaman
de una forma velada.
Y te exigen acaso;
tan sólo una plegaria, una triste mirada.
Para:
Un nombre.
Una fecha.
Un poema.
Una Cruz.
Hay un ciprés centinela:
solitario y sereno.
Y en un rincón umbrío hay alguien que suspira, y que va desgranando las cuentas de un rosario.
La tarde va cayendo:
melancólica, huérfana.
Paleta despojada de la explosiva gama de color del estío.
El cielo solo tiene jirones violáceos.
Sobre la verde Vega,
al pie de la colina
que alberga el camposanto.
Y me voy acercando a la férrea cancela.
Que impone una frontera:
Apenas demarcada.
Apenas perceptible.
Tan sutil es el paso
tan frágil e inequívoco.
Del mundo de los vivos
a los que ya no existen.
© Rosario de la Cueva
Imagen de Eliane Meyer en Pixabay