Capítulo 2. La calle de la Abada

Cuando cesó aquel remolino de luz, en el que sentí que me traspasaba el tiempo, amanecí en una nueva realidad, en un nuevo tiempo. Un pasado que en ese momento era para mí el presente. De inmediato reflexioné que tendría que acostumbrarme a esta situación porque era previsible que me sucedería otras muchas veces. Así que, casi por intuición, pensé que debía tomar contacto con el nuevo tiempo y, para eso, lo primero era examinar los alrededores para intentar averiguar donde me encontraba. Pero eso, de inmediato, no era fácil. Enseguida comprendí que me costaría algún tiempo determinar esa cuestión. Luego sonreí al pensar que tenía todo el tiempo del mundo.

Me encontraba de pie, a la puerta de una antigua casa que tenía la puerta cerrada. Me giré a mi derecha para comprobar si estaba solo. Me tranquilizó comprobar que Thot se encontraba a mi lado. Y lo que más sosegó mi ánimo es que su semblante era tranquilo. Se encontraba mirando lo que en esos momentos pasaba en aquella calle, las gentes que por allí merodeaban. También observé que miraba con atención las construcciones que nos rodeaban. Estábamos en un lugar que no me atrevería a llamar calle propiamente como hoy la comprendemos, más bien podría calificarse como una era o algo similar. La mañana era clara y la ausencia de contaminación propiciaba un bienestar al que no estaba acostumbrado. También la luz era distinta, más radiante, más verdadera. El sol comenzaba a salir, pero no era molesto como en nuestros días, más bien era sumamente agradable y se agradecía sobremanera cuando se acostaba en la piel.

–  Thot ¿sabe dónde estamos y en qué época nos encontramos?

–  Estamos en Madrid, en los terrenos propiedad de fray Pedro de Guevara, prior de San Martín. El tiempo es el reinado de Felipe II, su Católica Majestad. En el siglo XVI, más concretamente andada ya la segunda mitad del mil quinientos. Del año exacto no tengo constancia.

No supe responderle. Ciertamente que lo que estaba contemplando se correspondía perfectamente a lo que Thot me acaba de decir, pero, aun así, me costaba dar por cierto en mi mente lo que mis ojos veían y mi compañero me confirmaba. Intentando sobreponerme volví a dirigirme a él y le pregunté:

– ¿Sabe el motivo de la misión?

–  No es una cuestión que nos sea revelada.

–  Pero, entonces, ¿cómo sabremos lo que tenemos que buscar?

–  No lo sabemos. Ya se le advirtió de eso -apostilló en tono serio.

–  Si, claro, claro. Es que no termino de acostumbrarme a esta nueva situación.

 Mientras estábamos hablando, algo presagiaba que iba a suceder. No sé si importante o no, pero comenzaron a venir una gran cantidad de personas. Observándolas con detenimiento pude ver un brillo en sus ojos que delataba claramente una gran curiosidad. Me contagié de inmediato y girando la cabeza para un lado y para otro intenté conocer el motivo de aquel revuelo.

– ¿Está intentado saber qué pasa? -me preguntó Thot.

–  Si, efectivamente -le respondí con la esperanza de que el mismo me lo aclarase. -¿Lo sabe Vd.?

–  Alguna información tengo, pero me temo que sea más bien escasa.

Yo asentí con la cabeza mientras dirigía mi mirada en todas direcciones intentando sacar algo en claro de todo aquello. Cada instante que pasaba había más personas alrededor nuestro y, eso, era evidencia clara de que algo iba a suceder. Y, efectivamente, así fue. Pronto vimos a que se debía tanta algarabía. Por el lado norte aparecieron unos saltimbanquis que por su forma de hablar eran, sin duda, portugueses. Digo hablar, siendo muy comedido en mi apreciación porque, la mayor de las voces, más que hablar gritaban hasta desgañitarse, hasta tal punto que parecía que iban a enronquecer de los rugidos con que rompían el aire quieto de los Madriles de entonces.

Los portugueses, vestidos con tantos colores que no cabían en el arcoíris, y mientras tocaban tambores, dulzainas, zambombas y otros instrumentos que se escapaban a mi conocimiento, se iban acercando vociferando, la mayor de las veces, cosas ininteligibles porque su español no era de lo más refinado y sus expresiones, medio españolas medio portuguesas, al final, no se correspondían con ninguno de los dos idiomas y, aunque se reconocía su origen luso no terminaban de adaptarse al hispano. Los muchachos más proclives a la sorpresa gritaban junto con los saltimbanquis, haciendo de la algarabía un estruendo difícil de explicar.

En esta cuestión estaba pensando cuando vi que, detrás de los primeros portugueses, arrastraban con gran dificultad una jaula en la que podía verse un rinoceronte. El espectáculo, sobre todo para los madrileños de entonces, era una mezcla de visión terrorífica y curiosidad sin límites. El animal era ciertamente magnífico, aunque se le veía ajeno a la alegría de aquellos saltimbanquis que le acompañaban y que no hacían más que dar saltos y berrear para llamar la atención del público que ya se agolpaba en torno del rinoceronte que, en ese momento, ajeno a lo que pasaba a su alrededor, mordisqueaba no sé qué alimento que le habían puesto en el suelo de la jaula.

 Algunas mujeres presentes se echaban las manos a la cara, como tapándose el rostro, pero viendo entre los dedos de sus manos la fantástica figura de aquel animal, que parecía tener un cuerno de muerte.

Esa atracción tan exótica se hizo muy popular de inmediato, pues nadie de los presentes había visto nunca semejante bestia ni siquiera habían imaginado verla nunca. Los portugueses estaban felices pues adivinaban ya un excelente negocio. Tanto es así que, enseguida montaron una tienda donde alojaron la jaula y comenzaron a cobrar la entrada a dos maravedíes para presenciar a la bestia.

Y así estuvimos varios días viendo como cada jornada aumentaba la expectación en torno a la abada que, de vez en cuando miraba a los presentes, con una indiferencia que parecía darle un aspecto mayestático.

Dentro de los presentes, pudimos ver cómo había algunas personas que acudían todos los días, haciéndose habituales de aquel, tan extravagante como exótico, espectáculo. Entre ellos, sobresalía, al menos así lo percibí yo, un muchacho que no parecía mirar al bicho como los demás. Me interesé por él y averigüé que se trataba de un mozo que trabajaba en el horno de la Mata. Todos los días le traía trozos de pan que ofrecía al animal, complementando el poco alimento que los portugueses le daban diariamente. Cuando le observaba se notaba en sus ojos un cierto estremecimiento, dulce y sereno, y cierta sensación, muy apreciable a simple vista, de tristeza por observar a la abada encerrada en aquella jaula, desprovista de libertad. No me equivoqué en mi apreciación pues, un día, ni más claro ni más oscuro que otros, el muchacho se acercó a la jaula, no sin cierto temor, y le ofreció un bollo caliente. Cuando la abada se lo tragó, al notar como se abrasaba, enfureció de tal forma que, en unos movimientos de violencia incontrolada, rompió los barrotes de la jaula, que no estaban construidos para aguantar la furia de un animal de tales proporciones. El crujido de los barrotes de madera hizo el silencio entre los presentes mientras las astillas saltaban al aire como si fuera una lluvia de suspiros de madera. El muchacho, que no esperaba semejante reacción de la bestia, se quedó inmóvil, por sorpresa, pero, sobre todo, por el medio que paralizó todos sus músculos. La abada, salió de la jaula de una forma explosiva y al tratar de alcanzar su libertad le dio un golpe al muchacho que lo lanzó por los aires como un muñeco, dejándole en el suelo malherido. El animal huyó hacia el sur como si fuera su primera carrera, mientras el muchacho, ante mis tristes ojos, moría del golpe recibido. Y allí quedó tendido en el suelo, muerto por su bondad, por un acto de generosidad. Los presentes se debatían entre la inmensa tristeza de ver morir a aquel muchacho y el miedo que producía que semejante bestia anduviera a su libre albedrío sin control. Quise acercarme a recoger aquel cuerpo hermoso y tenerlo entre mis brazos, para darle la despedida postrera, pero Thot me detuvo moviendo la cabeza, indicándome con ello que no debía hacerlo. Detuve, entonces, mis deseos y me quedé mirando aquel cuerpo inerte que, hasta hacía pocos momentos, representaba para mí la inocencia y la alegría más sana. En ese momento, un madrileño, de mediana edad, hizo lo que yo pensaba hacer, lo alzó hasta su regazo mientras la acariciaba el pelo que le caía sobre su frente. Eso me tranquilizó y di por buena la acción de aquel hombre como si fuera mía.

Después de la sorpresa, y mientras los presentes recuperaban el ánimo y el aliento, pronto se oyeron voces de que lo más urgente era dar caza al animal antes de que produjera más muertes. Algunos, más despiertos, propusieron dirigirse de inmediato a pedir auxilio a la Santa Hermandad. Cuando se les explicaron los hechos, inmediatamente se formó una cuadrilla para su búsqueda a la que se unieron numerosos madrileños.

Mientras tanto, la abada corría sin rumbo por Madrid, produciendo numerosas desgracias. Tantas que, nos llegaban noticias de otras muertes producidas por la bestia. Hasta veinte contamos.

En esos momentos tan trágicos estábamos cuando Thot me pasó un papel para que lo leyera. Estaba firmado por Quevedo y no puedo explicar la emoción que sentí cuando vi la firma. En aquel papel que corría por Madrid como las palomas al vuelo se decía por Don Francisco que, al anochecer, algunos madrileños alertaron sobre una siniestra y estremecedora figura que todos identificaron como la abada. Ante tales noticias salieron los cuadrilleros armados de picas a dar caza a la fiera. Sin embargo, todo quedó en una tragicómica falsa alarma pues, en realidad, se trataba de un simple carro cargado de paja. El miedo reinante hacía ver al animal asociado a cualquier sombra sospechosa, hasta el punto de que fue confundido con un simple perro que venía corriendo quién sabe de qué lugar y que iba quién sabe dónde.

Finalmente, fueron los mismos portugueses los que le dieron caza en las eras de Vicálvaro. Pero eso no les eximió de su responsabilidad porque, tras estos hechos, los portugueses fueron expulsados de las eras de San Martín.

Finalmente, se decidió instalar una cruz de madera en recuerdo de la muerte del muchacho en las fauces de la abada. Fue mi última visión de aquellos hechos que me conmovieron extraordinariamente y que, como pude observar, también se quedaron grabados para siempre en la memoria de los madrileños, que nunca olvidarían a aquella abada ni aquel muchacho del que ni yo, ni nadie, recuerda su nombre. Aunque yo no podré olvidar nunca sus ojos tristes cuando miraba a la abada y su falta de libertad. Quizás porque a él, de algún modo también le faltaba.

En recuerdo del animal y de los tristes sucesos que se produjeron, la antigua zona que comprendía las eras de San Martín, cuando se urbanizó, vino a tomar el nombre de calle de la Abada  y así permanece hasta nuestros días.

Calle de la Abada

Continuará…


© Martín Z.

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