Cara de otoño
En el otoño, el verano se queda sin respiración. Y el fuego del estío sale a sus hojas encendiéndolas de sangre vulnerada. Y se llena de suspiros amarillos, anhelos marrones y deseos ocres. Su tendencia a la acuarela es tan fuerte como efímera, pues pronto vendrá el invierno con su guadaña de hielo a cortar el pasado. A pesar de todo, a pesar del poco tiempo que tiene, el otoño extiende su imperio por bosques y montañas, por barrancos y valles, por jardines y paseos, y anuncia que estamos en tiempo de ojos sosegados. Con ellos, el hombre, que cree que todo lo puede, sucumbirá a la melancolía de lo que no pudo. Y, entrando en contradicción consigo mismo, respirará una lluvia de colores de tal magnitud y tal serena belleza, que llenará su corazón de esperanza. Que terminará, como toda esperanza, en una ilusión marrón, donde el verde se desmaya irremediablemente en un pasado que se seca lentamente, en el iris sorprendido de un ser humano que quiere, pero no puede, que ansía, pero no llega, que quiere besar, aunque sus labios se resequen de otoño. Al fin y al cabo ¡qué más da! La felicidad es siempre tan efímera que parece una ráfaga de viento entrando por la puerta del otoño hacia la habitación fría del invierno. Pero, mientras tanto, bésame. Quizás, así, pueda proclamar que el otoño no es la espera del invierno, sino la postergación de la primavera ¡Así sea!

© Felipe Espílez Murciano
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