Carta de Ana Bolena a Enrique VIII
La noche anterior a su ejecución en mayo de 1536 en la torre de Londres
Mi Rey y Señor:
Me atrevo a escribir estas postreras palabras, cuando solo me salvan unas horas de entregar mi frágil cuello a las manos del verdugo. Confío en la justicia Divina, que, por tal, será clemente. Porque ¡ay Señor! de los jueces humanos, es humano desconfiar de su virtud y equidad.
No me dirijo a Vos, mi Lord, como reo que tiene los minutos contados para encontrarse ante el Divino Hacedor. Sino para regresaros, como por mágicos poderes a tiempos pasados: próximos y lejanos a la vez. Creo que últimamente, vuestros cortesanos me pusieron el apelativo de: «Ana de los mil días». Mil días. Tres años apenas, de andadura junto a vuestra regia persona.
Pero mi Lord, procurando en mucho ser humilde, quisiera traer a vuestra mente en esta noche, los recuerdos de las noches en que fui vuestra entregada y enamorada esposa. Pues nadie mejor que Vos, Enrique, sabéis hasta qué punto os admiré y os amé. Primero como rey y luego como esposo. Que mientras que fui vuestra, os fui fiel en cuerpo y alma, es mudo testigo mi conciencia, Señor. Y suele ser la conciencia, el tribunal más severo que pueda existir para hombre alguno. Por tal, me enfrento, si no resignada, si serena a las manos del ejecutor, pues no hay ninguna voz en mi interior, que me reproche el haberos ofendido. Ni con el cuerpo ni con la mente, hasta el extremo de merecer tan rigurosísimo castigo. Pero lo acato mi Lord, como lo acataría el más humilde de vuestros vasallos.
Sí me atrevo a suplicaros, apelando a vuestra magnanimidad. No dejéis de proteger a lo que más he amado en estos mis veintinueve años de existencia, después de vuestra regia persona: Nuestra carísima hijita Isabel. Es este el asunto más doloroso con el que abandono este mundo terrenal: Dejar huérfana de mis atenciones y cariño, a esta tierna niña de apenas tres años de edad.
¡Oh Enrique! Eso si me desgarra el corazón. Os lo suplico, venerado esposo, ella solo es la inocente víctima de los errores paternos. Rescatadla de toda culpa, Señor. Esta criatura es el fruto de los bellos días de nuestro amor.
¡Se asemeja físicamente tanto a Vos!
Su delicada piel, salpicada de doradas pequitas.
Sus ensortijados cabellos rojizos.
Sus nítidos ojos azules.
Es vuestro vivo retrato, Majestad.
¡Es resuelta y vivaracha y tan graciosa!
Queda en manos del haya que la cuida desde que nació: Lady Mariam. O suplico Señor, que la preservéis. Sólo en vuestra mano está, que nuestra hija no caiga en desgracia ante la corte. Ante el país y ante el mundo al fin. Es vuestra tierna hijita, mi Lord. Fruto concebido durante nuestro legal y sagrado matrimonio. No la abandonéis, Enrique. Esta es la merced que suplico, que Vuestra Majestad atienda, como reo de muerte que soy.
Y concluyó ya mi misiva. Las horas que restan hasta que amanezca, esta mi última mañana de mayo, quiero emplearlas en poner a bien mi espíritu ante el Juez Supremo, ante cuya presencia pronto me hallaré. Me despido deseándoos desde el fondo de mi corazón, largos y prósperos días de salud y de reinado.
Recibid la pleitesía, de la que fue vuestra más sumisa sierva.
Vuestro ardiente amor y vuestra fiel esposa.
Ana R.
Nota:
A pesar de esta postrera carta de Ana Bolena a Enrique VIII, la princesa Isabel cayó en desgracia como todas las personas ligadas a Ana Bolena, declarándola inmediatamente «bastarda».
Hasta tal extremo, que para que la autorizasen a mejorar la resentida salud de la niña, en periodo de crecimiento, su niñera, ante la indiferencia del Rey, tuvo que apelar al ministro Cromwell.
Ilustración: Anne Boleyn en la Torre, 1835. Ahora en el Musée Rolin en Autun