Chiloé entre lo místico y lo mitológico

Mis vacaciones en Chiloé, un archipiélago del sur de Chile, han sido experiencias muy significativas en mi vida.

Tenía quince años cuando Magda, una compañera de colegio, me invitó a veranear con su familia.

 En esa ocasión todo era nuevo para mí:  primera vez que me separaba de mi familia y viajaba tan lejos, 800 km en tren hasta Puerto Montt y luego en un avión cuadriplaza para llegar al destino final: la isla Apiao.

El viaje en un coche dormitorio del tren nocturno me hizo sentir la protagonista de una película. Sentadas en cómodos asientos con una mesa, jugamos con naipes, disfrutamos el paisaje y por la ventanilla veíamos pasar los postes en dirección contraria. De noche, al regresar del coche comedor, nuestros camarotes estaban preparados para dormir, arrulladas por un suave vaivén y el rítmico chucu chucu del convoy  sobre los rieles. A media mañana, el rechinar de sus ruedas y el sonido del silbato nos anunció la llegada a la estación final. Nos esperaban para llevarnos al aeródromo. Magda y yo nos subimos a un pequeño avión para cuatro personas.

Cuando el piloto despegó, sentí un vacío en el estómago, sudor en mis manos y los latidos acelerados retumbaban en mi cabeza. La poca altura alcanzada y la sensación de inestabilidad   hizo eterna la hora y media de viaje. Y al aterrizar, el piloto posó las ruedas con grandes saltos y una brusca frenada. ¡Creí que mi estómago saldría expulsado! Habíamos llegado a salvo.

 El papá de mi amiga debía supervisar el funcionamiento de la primera ostricultura del país. Esto nos dio la oportunidad de realizar múltiples actividades relacionadas con el cultivo de estos preciados mariscos: colaborar con los biólogos marinos en la alimentación de las larvas, medir semanalmente las ostras (alto, ancho y largo) y clasificarlas en bandejas.

Aprendí a bucear con juca, una experiencia única e inolvidable. Al sumergirme de golpe en el mar percibía la falta de oxígeno y el frío del agua que se filtraba por el traje de goma negra.  Lo superé rápido ante la impactante visión del fondo marino con sus variados mariscos y peces, plantas y plancton.

Recorrimos la pequeña isla en pocas horas. Los escasos lugareños nos acogieron y compartieron sus experiencias de vida con nosotras. Las mujeres trabajaban la tierra, cuidaban sus animales y reparaban los techos para el crudo invierno.  Los hombres pescaban o mariscaban para aportar con alimento proteico.

Una vez por semana viajábamos a la Isla Grande en el “Carlos Darwin”, un barco pequeño. Teníamos que zarpar temprano pues tardaba entre cinco y siete horas en llegar a la ciudad de Castro, dependiendo de la marea: si estaba tranquila o agitada. Durante la travesía, nos entreteníamos mirando al grupo de “toninas” , delfines chilenos que saltaban sobre la estela espumosa que dejaba el barco.

El puerto de Castro me subyugó desde el primer instante con sus pintorescos y coloridos “palafitos” (casas levantadas sobre el agua). Sus reflejos dan una mágica sensación de espejismos, así es que los plasmé en una pintura:

Cecilia Byrne "Los coloridos palafitos de Castro en Chiloé", óleo sobre tela, 50 x 100 (2006)
Cecilia Byrne «Los coloridos palafitos de Castro en Chiloé», óleo sobre tela, 50 x 100 (2006)

Cada viaje a esa ciudad era una excusa para recorrer el mercado de artesanías para comprar souvenirs —tejidos de lana, cestería y objetos tallados en madera—para mi familia y amigos, costumbre que se arraigó en mí.

Para agasajar a las visitas, es tradición  preparar un curanto en hoyo, que consiste en un hoyo en la tierra, lleno de piedras grandes previamente calentadas donde se cocinan capas de mariscos —almejas, machas, picorocos— carnes de cordero, pollo y cerdo, embutidos y papas, que se tapan con unas enormes hojas de nalca, una planta nativa. Se acompaña de “chapaleles” y “milcaos”, especie de tortillas de papas con harina de trigo, íconos de la gastronomía chilota.

 Esa vez a nosotras nos encomendaron la tarea de sacar las lenguas de erizos de su caparazón para preparar aperitivos y degustarlos con cebolla y perejil. También seleccionamos las ostras de mayor tamaño para los comensales.

Años más tarde viajé con mis hijos de 8 y 14 años. En esta ocasión lo que nos sorprendió fue la coexistencia de lo mítico y lo místico: lo sagrado y lo profano, en esa comunidad apartada de Chile continental.  Hoy lo plasmé en la siguiente obra:

Cecilia Byrne. “Entre lo sacro y lo profano”. Óleo sobre tela, 50 x 100. 2021
Cecilia Byrne «Entre lo sacro y lo profano». Óleo sobre tela, 50 x 100 (2021)

Nos llamó la atención la religiosidad manifestada por sus iglesia y festividades católicas. En varios lugares visitamos sus originales iglesias de madera del siglo XVII declaradas Patrimonio de la Humanidad. Nos llamó la atención que estuviesen construidas mirando hacia el mar y los vistosos colores utilizados para pintar sus fachadas de tejuela: rojo bermellón, amarillo cadmio, azul eléctrico. Al levantar la vista y observar su bóveda daba la impresión de ser un barco invertido

Hubo noches de lluvia torrencial donde el agua caía y rebotaba de abajo hacia arriba, lo que hacía imposible salir a recorrer el lugar caminando.  Entonces, organizamos tertulias con lugareños que giraban en torno a mitos, leyendas y creencias populares de la mitología chilota; narrativas que han pasado de generación en generación y son sólidos argumentos para tratar de convencernos del poder de algunas divinidades marinas y terrestres. En mi obra representé a tres:

La Pincoya, descrita como una joven hermosa, de cabellos dorados y vestida con algas.  Viviría en las profundidades del océano y sale a la superficie a bailar para alertar a los pescadores, de acuerdo con la orientación de su cuerpo, si la pesca será abundante o escasa. Se destacaría por su  bondad, sembraría el mar con múltiples variedades de peces y mariscos, apaciguaría el mar cuando sus barcas son atrapadas por las tormentas; guiaría a los náufragos para que  regresen a sus hogares sanos y salvos, pero si fracasa en su intento, transportaría con ternura sus cuerpos  muertos hasta el Caleuche, donde ellos revivirían como tripulantes.

El Caleuche, barco fantasma semejante a nuestro inconfundible buque- escuela ”Esmeralda”. Visible en días de neblina, se anunciaría por ruidos de cadenas y música de fiesta. Según la leyenda, recogería a los náufragos muertos para que vivan allí para siempre, rodeados de fiestas y celebraciones.

El Trauco, un hombre horrible, muy bajo, de cortas piernas terminadas en muñones, que porta un bastón retorcido y una pequeña hacha de piedra. Su vestimenta y sombrero cónico son “tejidos” con una planta trepadora que crece en la zona. Se oculta en los bosques para seducir a las mujeres mediante su poderosa mirada y su fuerte aliento diabólico, afrodisíacos que hacen perder la consciencia.

Cuando una mujer soltera aparece embarazada sin tener esposo, para evitar la deshonra, el hecho, sin duda, se atribuye al Trauco. ¡Los hijos del Trauco son innumerables!

Hace pocos años, en mi último viaje, como adulta mayor volví a ser sorprendida con una actividad solidaria única: “La minga de tiradura de casa”.

Minga es una tradición de la zona chilota que consiste en realizar un trabajo colectivo y voluntario para  ayudar a los vecinos que no pueden pagar “mano de obra”:  para la cosecha, una construcción o (lo más interesante y pintoresco):  trasladar una casa completa, con muebles y todo,  de un lugar a otro,  por tierra ¡o por mar!

Es un trabajo muy complejo: primero hay que sacar los cimientos de la casa y acomodarla sobre vigas de madera que funcionan como trineo. Luego, la casa se ata a una yunta de bueyes que la llevan hacia otro lugar. Cuando hay que atravesar agua,  se utilizan flotadores   que  son tirados  por lanchas. Luego, la familia que recibió la ayuda, arma un gran curanto u otro tipo de festejo (mucho comestible y bebestible) para todos los que cooperaron.

Por ser un evento social muy atractivo, se permite la presencia de turistas, así fue como lo conocí y quise difundirlo a través de mi pintura: 

Cecilia Byrne. “La minga de tiradura de casa”. Óleo sobre tela, 50 x 100. (2020)
Cecilia Byrne «La minga de tiradura de casa» . Óleo sobre tela, 50 x 100 (2020)

El propietario de esa casa se quería cambiar a una isla vecina, para estar cerca de su familia;   consideraba que era más económico llevarse la casa entera en vez de construirse una nueva.

Una vez finalizado el trabajo, a modo de agradecimiento, invitó a todos los participantes a comer una sabrosa comida típica acompañada con chicha de manzana, al son de música folklórica con guitarra y acordeón. Todos terminamos bailando felices con la satisfacción de haber contribuido con un granito de arena en esa magna tarea.

Viajar a Chiloé siempre será una aventura pintoresca. Y mágica.


Texto e imágenes © Cecilia Byrne

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