Ciento ocho crisantemos

Silencio, un silencio de labios clausurados por los relojes parados. Contemplando tranquilo, en el sosiego del aire callado, la tenue melancolía del amarillo cansado de la tarde.

Los nardos se doblaban de belleza comprimida y las camelias querían ser pájaros blancos ante la mirada, siempre sorprendida, de las margaritas de las orillas del ocaso. Una magnolia se abanicaba con sus ramas, un caprichoso movimiento verde que recordaba las ondas antiguas de brisas pasadas.

De pronto, el canto de un ruiseñor, pretérito que no alcanzaba el presente, rasgó el aire de ayer dejando una brisa de papel en la tarde doblada. Entre un murmullo de lirios disecados a los pies de un ciprés que, de tanto mirar al cielo, se había olvidado de ser árbol. Una rana, con ojos de loto, dio un salto de luz sobre la charca. Burbujas croando salpicaban el agua.

Fue el momento en que se sintió perfecto, haber alcanzado la tierra última, la cima del mundo venido abajo, con el aliento de la tierra sobre el temblor de la piel, con un recuerdo de lluvia sobre una sombrilla errante. Entre sus puños cerrados se durmió la tarde.

El mundo se hizo armónico en la sombra dorada del bosque. Sólo unos instantes, con la blandura del agua derramada sobre el fondo del dolor, suficiente para escuchar el sonido de las piedras cuando les hiere una flor.

Sobre la sombra resultante, ciento ocho crisantemos florecieron de repente, entre las piedras mudas, en la cintura de la tarde.


© Felipe Espílez Murciano

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