Comienza desde el pasado
El muchacho se sentó en el Mirador de la Providencia, en el Cabo de San Lorenzo de aquella magnifica ciudad, enfocando su rostro al norte y sintiendo como el Cantábrico envolvía toda su alma. Cerró los ojos y siguió pensando todas las veces había estado en aquel sitio sin haber estado. Suspiró.
Dejó que el alma siguiera recorriendo cada rincón de aquel paraíso natural, del paisaje, del mar, de las esculturas en homenaje a Galileo Galilei y al gigante que custodiaba la cima: “El Paisaje Germinador”. A lo lejos, una ermita pequeña y llena de misterio llamó su atención. Se levantó tras una larga calma que había recorrido su espíritu y se fue caminando hacía allí. El sol empezaba a amenazar con su puesta y el aire seguía soplando a su alrededor como si no quisiera abandonarle.
Según iba llegando a lo alto, el estómago se estremeció en su interior y el malestar de su cuerpo se hizo palpable. Aun así, siguió caminando y como si un imán se tratase, atrajo su cuerpo hacía la ermita blanca e inmaculada. En su exterior, ofrendas de todo tipo en agradecimiento a su virgen por la sanación de sus vidas: una mano de cera, un brazo, un pie, unas figuras de niños simulando a los ángeles. Entró en su interior y observó la instancia custodiada por tres imágenes que observaron su llegada. Entonces fue cuando su corazón dio un vuelco y salió corriendo en busca del aire que le faltaba, buscó con su coche con la mirada y se dirigió a él a toda prisa. Lo abrió, se refugió dentro de él y cerro todas las puertas quedándose inmóvil y en silencio. Sintió miedo. Cuando se hubo tranquilizado, arrancó lo arrancó y se dirigió hacia Gijón.
Aquella noche, Nuriel se sintió morir y sufrió uno de sus terribles episodios. En sus pesadillas, el día se oscurecía de repente haciéndose impalpable, gélido y tenebroso. Entre las tinieblas empezó a caminar buscando a alguna persona que pudiera oír sus gritos. Se vio pequeño, no más de tres años y llorando desconsoladamente para que alguien pudiera acompañarle de nuevo hacía su casa. Tenía frio el cual subía por todo su cuerpo desde sus pies descalzos. Al final de la calle donde se encontraba vio una luz parpadeante y cálida. Tímidamente fue acercándose hacía ella, aunque la oscuridad volvió a atraparle. No sabía dónde estaba, donde se encontraba hasta que aquella luz flameante volvió a aparecer y notó que cuanto más se acercaba, más lejos parecía. Nuriel se despertó de golpe, su respiración era agitada, aunque no como otras veces. Este sueño recurrente que le atormentaba desde pequeña era cada vez más real. Esta vez no estaba tan asustado porque sabía que había sido fruto de su imaginación como otras veces. Notó que no tenía fiebre porque había aprendido a controlarla y gracias a ello, sus padres no habían venido a socorrerle.
A la mañana siguiente decidió volver a la Ermita de la Providencia y ya dentro de ella, se dejó llevar esta vez controlando sus impulsos. Cerró los ojos y empezó a ver de nuevo aquella luz que tanto le atormentaba. Decidió seguir adelante y pensó que, si corría, nunca llegaría nunca a alcanzarla y que, quedarse quieto sería lo más razonable para esta viniese a buscarle. Y así lo hizo.
Al fondo de aquella claridad inmensa vio un gran libro, un enorme libro de miles de páginas. Al otro lado, un niño de su edad quien las pasaba. Pudo observar con detenimiento que las hojas estaban en blanco, que no había nada escrito en ella pero que el niño según las pasaba, sonreía, se carcajeaba de su contenido y se entristecía según la hoja que estuviera viendo. Entonces el niño lo miró y le pidió con su manita que se acercara. Su cara era hermosa, blanca y suave, con unos ojos grandes y castaños y el pelo rubio como la paja de un campo de trigo. Volvió a mirar su libro con detenimiento y miró fijamente al muchacho. Nuriel no sabía porque a aquel niño, le hacía tanta gracia un libro sin colores, sin letras ni dibujos.
De pronto, el muchacho se asustó y vio que la cara de aquel niño vestido con una tela cruda en forma rectangular, atada a la cintura y sujetada por los hombros con alfileres, adornando sus pies con unas sandalias de esparto trenzadas al tobillo y en su cabeza con un píleo pequeño de fieltro griego, le era totalmente conocido. Su corazón empezó a acelerarse. Quiso irse, pero algo le sujetaba y no le dejaba hacerlo. Entonces aquel niño le indicó una de las hojas en blanco y le invitó a que volviera su lado. Con muchos reparos se acercó de nuevo a él y este le ofreció su mano la cual negó por miedo a lo que pudiera hacerle. Pero su insistencia fue tal, que no pudo negarse. Su corazón dejó de acelerarse y se tranquilizó. El niño le pidió que tocase y que sintiera aquella página. Fue entonces cuando empezó a ver en ellas grandes paisajes, inmensas ciudades y un sinfín de personas que le saludaban cuando pasaban a su lado. Hasta aquel mastodonte de perro color canela, al cual sintió su aliento. Inmediatamente, un sudor frio estremeció su cuerpo y se apartó de inmediato. El niño volvió a sonreírle y apreció que de su minúscula espalda brotaban dos pequeñas alas que empezaban a moverse lentamente. Una de sus plumas cayó cerca de los pies del muchacho que la recogió mirándola con detenimiento. De su punta empezó a brotar lo que parecía tinta, primero negra y luego azul y después roja, tan roja y espesa que le manchó las manos como si de sangre se tratase. Entonces el niño miro al otro lado de la estancia en la que se encontraba y Nuriel le siguió la mirada. Alguien más les observaba y el corazón se desbocó de nuevo de su pecho al creer reconocer quien estaba al otro lado.
Nuriel volvió en sí de golpe y con el pulso acelerado reconoció el habitáculo donde se encontraba, se levantó del banco, se santiguó delante de la “Virgen negra” custodiada por San Lorenzo y San Rafael, y volvió a salir a la calle para ver el ocaso del cielo que esta vez permanecía en silencio. Se montó en el coche, condujo abstraído hasta llegar a casa, lo aparcó y subió a casa donde le esperaban sus padres para cenar.
Aquella noche, Nuriel no durmió en condiciones recordando los ojos de color aguamarina le eran totalmente conocidos. ¿Dónde los había visto anteriormente? Y el querubín admirando aquel libro, ¿quién era y porque le era tan conocido? Se levantó para lavarse un poco la cara y sintió un dolor en una de sus manos. La sangre brotaba e incrustada en ella, una pequeña pluma le informaba que aquella aventura no había sido en ningún momento ningún sueño.
A partir de entonces, soñar ya no era un calvario y aprendió a dominarlos, indagando en cada uno de ellos para recordarlos y buscarlos de nuevo una vez que se hubiera dormido. Fue apuntándolos y los fue guardando entre sus cuadernos para que nadie pudiese verlos. Nunca llegó a contarlo y siempre tuvo presente a aquel querubín que seguro, muchas y muchos de nosotros hemos tenido de pequeño a nuestro lado. Ese ángel de la guarda que ha cuidado de nosotros en nuestra tierna infancia y que hoy en día, sigue haciéndolo.
Durante mucho tiempo, aquella visión le acompañó y por fin comprendió su significado.
©Jesús María Salvador
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