Con ella llegó el escándalo… y el salto de frecuencia
Cualquier chica puede ser glamourosa. Lo único que tienes que hacer es quedarte quieta y parecer estúpida
Me llamo Hedwig Eva Maria Kiesler, seguramente no te dice nada pues me hice famosa con otro nombre que no tiene nada que ver con el original, pero no tengas prisa, ya llegará el momento para que lo sepas. Nací en Viena el 9 de noviembre de 1914; posiblemente te suene ese día (olvídate del año, no viene a cuento en esta historia), pues en él se celebra el Día Internacional del Inventor, sobre todo en aquellos países con habla alemana (Austria, Alemania y Suiza). ¿Casualidad? No, se eligió en mi honor, quizás -casi seguro- porque me obligaron a permanecer en el anonimato durante unas cuantas décadas y usaron mi invento de manera que no cobré por él ni un dólar de royalties. Pero ya lo dije antes, poco a poco te contaré mi historia, o lo que yo quiera contar sobre ella.
Nací en un familia acomodada, fui hija única de un banquero austriaco y de una pianista húngara de Budapest, la capital con gran prestigio cultural, artístico e intelectual de ese imperio austrohúngaro que ya comenzaba a mostrar la inestabilidad interna entre sus territorios (la 1ª Guerra Mundial estaba muy cercana). Mi exquisita madre era de ascendencia judía, aunque de religión católica y su arte me influenció tanto que aprendí a tocar el piano desde una edad temprana. En el colegió destaqué por mi inteligencia, tanto que los profesores me catalogaron como superdotada; si hoy día ese término aún no tiene un protocolo adecuado para enfrentarlo, imaginaos en esa época y aún más siendo mujer. Lo único que lograron es que abandonara mis estudios de ingeniería, ya que no satisfacían mis inquietudes. Decidí ser actriz y la solvente economía familiar me permitió asistir a las clases del prestigioso empresario y director teatral y cinematográfico Max Reinhardt, en Berlín.
Volví de nuevo a Viena, y con poco más de 18 años rodé Éxtasis, en Checoslovaquia, dirigida por Max Reinhardt y empecé a romper moldes. En ella salía desnuda, qué más da si fui consciente de ello o si me dejé engañar con que la imagen se rodaría desde lo alto de una colina; el resultado es que aquella sociedad caduca y decadente no soportó ver mi cuerpo a pantalla completa. También en esa película me atreví a mostrar mi rostro en primer plano mientras simulaba tener un orgasmo. Fue todo un escándalo social, prohibiéndose su proyección en las salas de cine; tanto que hasta el Papa Pío XI la condenó por obscena, el mismo Papa que no tuvo reparos en conceder -en 1932- a Mussolini la Orden de la Espuela de Oro y recibirlo en el Vaticano con honores de rey.

Esa película hizo que el gran magnate austriaco de la industria armamentística, Fritz Mandl, se encaprichase de mí y me propuso casamiento, para tranquilidad de mis padres. Mayor que yo (unos 15 años), de origen judío, él me metería de nuevo en la senda de la decencia y del prestigio social, ya que disfrutaba de grandes contactos con las autoridades nazis, además de ser dueño de una inmensa fortuna. Un hombre celoso, que procuró comprar todas las copias de Éxtasis para retirarlas del mercado, vano intento. Además, me prohibió bañarme o desnudarme si él no estaba presente. Y me convertí en su particular florero, en esa esposa bellísima, adornada con lujosos vestidos y joyas, que sólo salía de casa para ser mostrada en los salones donde él se relacionaba, obligatoriamente, no podía negarme a ser mostrada como su trofeo. Por supuesto, no pude continuar con mi carrera de actriz, prisionera en mi fastuosa mansión hasta que mi señor esposo decidía sacarme a pasear por los salones sociales. La soledad en que vivía me hizo acabar los estudios de ingeniería y di un paso adelante para luchar contra los del paso de oca: asimilar todas las conversaciones que Fritz tenía con los jerarcas nazis mientras realizaba las ventas de armamento; prestaba gran atención a todos los pormenores de los que comentaban y discutían, pues para todos ellos continuaba siendo el hermoso florero y no tenían ningún inconveniente en hablar de cuestiones de estado delante mía.
Sólo habían pasado unos cuatro años, pero mi matrimonio hacía aguas por todos los lados. La ruptura llegó y de nuevo sirvió para crear la controversia y agrandar la leyenda de mi pasado en Europa. Que si me escabullí por la ventana del baño de un bar y fui perseguida por los guardaespaldas de Fritz, que si drogué a mi criada y escapé vestida con su ropa; con lo fácil que hubiese sido admitir que llegamos a un pacto para el divorcio y que mis joyas era la parte que me correspondía en dicha separación. Así llegué a Londres y embarqué para viajar hasta Nueva York, con tal fortuna que en el barco conocí a Louis B. Mayer, jefe de estudio y productor de la MGM. Cuando bajé del barco ya tenía firmado un contrato -leonino, como todos los de aquella época-.

Tuve que cambiar mi nombre (para que se no se me relacionase con Éxtasis, la sociedad norteamericana no era más progresista que la alemana, la época no daba para más). Entre los que me dieron a elegir me quedé con Hedy Lamarr, en honor de una antigua amante de Louis, que murió trágicamente, una actriz del cine mudo. Me catalogaron como la mujer más bella del mundo, los hombres me deseaban y las mujeres imitaban mis peinados y accesorios. Mi cara inspiró a la Blancanieves de Walt Disney, mi cuerpo al de Catwoman, mi exótico acento y el abundante número de amantes, maridos y prometidos me hicieron ser el centro de la diana de la prensa del cotilleo; protagonicé películas con las estrellas del momento (Clark Gable, Spencer Tracy, Bob Hope, Victor Mature, Ray Milland, Charles Boyer, Robert Taylor, Judy Garland, Lana Turner…) pero, evidentemente, no logré ser apreciada por mi talento, aunque Sansón y Dalila de Cecil B. DeMille se convirtió en la película más taquillera del año 1949.
Durante la década de los 40, después del rodaje no aparecía en las reuniones y lugares de moda; prefería quedarme en mi casa inventando, la ingeniería era el verdadero centro de mi vida. Rediseñé las alas de un avión para Howard Hughes, siguiendo la aerodinámica del cuerpo de pájaros y peces, mucho más rápido que los existentes hasta entonces; inventé unas pastillas efervescentes que, al disolverse en agua, se convertían en cocacola.
Y EEUU entró en la 2ª Guerra Mundial. Me preocupaba especialmente cómo las comunicaciones de los submarinos aliados eran interceptadas y los torpedos alemanes los hundían. Daba vueltas a la idea de lograr un sistema secreto que impidiese interceptar las señales, que evitase las interferencias e hiciese posible la existencia de misiles teledirigidos para que atacasen de forma segura y sin ser interceptados.

Mi idea era muy simple: se trataba de transmitir los mensajes u órdenes de mando fraccionándolos en pequeñas partes, cada una de las cuales se transmitiría secuencialmente cambiando de frecuencia cada vez, siguiendo un patrón pseudoaleatorio. Me asocié al músico vanguardista George Antheil, que se inspiró en un principio musical; el invento funcionaba con ochenta y ocho frecuencias, equivalentes a las teclas del piano, y era capaz de hacer saltar señales de transmisión entre las frecuencias del espectro electromagnético.
Solicitamos la patente en junio de 1941 y nos fue concedida en agosto de 1942. Se la ofrecimos al ejército de EEUU, pero nos la rechazaron por no encontrarle utilidad alguna. Dicen los expertos que, de haber aceptado y desarrollado mi invento, la guerra podría haber durado un año menos. A cambio me propusieron que vendiese bonos de guerra valiéndome de mi fama como actriz. De nuevo me consideraron el precioso florero que llevaba marcando toda mi vida. No admitían que una famosa y bella actriz fuese capaz de ser un genio de la ingeniería. No me amilané y consulté a mi representante (lo importante era luchar contra el fascismo de todas las maneras). Entre los dos ideamos una campaña, de manera que a quien comprase 25000 dólares o más de bonos, recibiría un beso mío. En una sola noche recaudé más de siete millones de dólares.
Cuando la guerra acabó, mi estrella decayó. El contrato con la MGM me coartó poder interpretar películas con un corte diferente, tampoco mis decisiones fueron las más acertadas. Decliné protagonizar Luz de Gas y Casablanca, dos de los mayores errores de mi vida. Logré rescindir mi contrato y fiché con la Paramount. Con ella logré el éxito en Sansón y Dalila. Pero el rumbo de mi vida ya estaba torcido: más de cinco matrimonios (por cierto, firmé la patente con el apellido de uno de mis maridos), desastrosas operaciones estéticas, alcoholismo, adicción a pastillas, cleptomanía.
El ejército americano por fin utilizó mi invento, justo tres años después de que acabara el tiempo de mi patente. Ni Antheil ni yo vimos ni un solo centavo por ella. Lo usaron en la crisis de los misiles de Cuba y en la Guerra de Vietnam. Posteriormente fue adoptado por la industria civil, dando lugar al WIFI, Bluetooth o GPS, que tan necesarios son en las telecomunicaciones actuales. Poco tiempo antes de mi muerte tuve el reconocimiento público por mi invento, pero sólo se me ocurrió exclamar: Ya era hora No sólo me hundió el sexismo de mi época, nací con varias décadas de adelanto. No tuve tiempo de saber mi sobrenombre Lady Bluetooth.
Fuentes y Referencias: A Hombros de Gigantes, BBC (Nicholas Barber), Biografías y Vida, Conec (Adela Muñoz), La Voz de Galicia, Minas y Energía, Motor Pasión (Victoria Fuentes), Mujeres con Ciencia, Muy Interesante, National Geographic Historia (Josep Gavaldà), Open Mind-BBVA (Javier Yanes), Público (Begoña Piña), Turismo de Austria, Wikipedia (The Angeles Times, Richard Severo, Molly Haskell, Ashley Craddock, The New York Times, Google, Filmmuseum 40, Ismael Marinero, D. Martín Reina, Daniel Ivanis, El País, Heraldo de Aragón)