Confusión

Algunos días la vida podía ser más llevadera. La semana pasada justo empecé a aprender cómo eludir a los cobradores. Pero hoy, hoy es otro nivel. Parece que con el paso de los días la situación general de las cosas empeora.  La señora Reynolds hoy vendrá a hacer el aseo de la terraza. He hecho varias apuestas anoche. Los New York Nicks contra Memphis Grizzlies. Ganaría la apuesta y le pagaría a la señora Reynolds. Pero los Memphis no han ganado. No tengo ni para el cigarrillo que acompaña el segundo café, en la oficina.

Sentado en mi escritorio, he bebido cualquier cantidad de café. Aborrezco los lunes. Debo redactar las noticias deportivas. Debo recibir las primeras malas noticias del Deportes Quindío. Pocos triunfos. Pero es sencillo acostumbrarse a algo, sea para bien o para mal. Después de todo, ¿a quién le interesa la suerte del Quindío? He bebido ya dos tazas de café sin poder pensar en un título para el artículo. La señora Reynolds viene cada mes a lavar la terraza del edificio. Ya han pasado diez días desde el último plazo que me había dado el jefe. Me he gastado la plata en la comida del fin de semana. Y algo de ella en las  apuestas de anoche. Tomo el pocillo con mi mano izquierda. Al tiempo, con la derecha, sujeto el mezclador y revuelvo la miserable pizca de azúcar que le he echado, para que me rinda toda la mañana. Toda la mañana tomo café. Sobre todo los lunes, que llego con el aliente teñido del alcohol que he bebido el día anterior. Pero hay azúcar y café en esta oficina. Aquí todo falta menos eso. Sería inconcebible la vida de otra manera.

No he podido pensar en el artículo que saldrá mañana. Desearía un cigarro para pensar mejor, para quedarme quieto, salirme un poco del oficio de la página en blanco. Sin el cigarro, entonces debo acudir a algo más. El libro. Un libro que he comprado en el mercado de volúmenes usados, Post Office, de Charles Bukowski. Pero para pequeños escapes siempre había pensado que era mejor tener algunos poemas de de Greiff, o algo de consumo rápido y no quedar comprometido. Los aforismos de Emile Cioran. Pero como podría disfrutar de semejantes trozos de discurso, teniendo que procurarme el dinero para la señora Reynolds.

Abrí la agenda y revisé las notas que había tomado en el estadio. Ir de periodista no era lo mismo; ir en calidad de aficionado me garantizaba ciertas reacciones viscerales.

La señora llega a las 8.00 a.m. “Vergonzosa derrota del Quindío en el Centenario”, iría el título. La vida seguía normal allá abajo en la calle. Gente caminando, vendedoras de tinto haciendo los primeros recorridos. El prestamista, don Ernesto, era una opción. Aun con el sabor acre de la derrota de la apuesta –ya había asimilado hace tiempo la del Quindío, y nunca le había vuelto a apostar-, vi la luz mortecina de una bombilla al final del túnel. Las 7.15 y empezaban a llegar los primeros compañeros. Los determinaba rápido con la mirada, un saludo lacónico, tratando de no salirme de la página. Saqué mi celular y busqué rápidamente el contacto. Nunca había llamado a esta hora. Pero no pensaba en otra cosa. Timbraba y timbraba. Intente de nuevo y sentí vergüenza. Estaría dormido. Pensé en la señora Reynolds, en los billetes de su pago idos en otras cosas.  El viejo nunca fallaba y era mi primer préstamo del mes. El jefe me increparía, y con todo lo que había pasado recientemente enviaría mi caso a control interno. Alguien más haría el trabajo sucio por él.  

Logré sacar el primer párrafo del artículo, aunque la extensión del mismo resultaba insignificante. Simplemente las ideas no fluían. Así eran las cosas. Algunas veces las apuestas se perdían, cuando tenía todo en ellas; algunas veces las palabras no salían mui a pesar de las notas en la agenda.  Otro sorbo de café limaría las asperezas con todo. Lo habrá olvidado la señora Reynolds, pensé. Pero, ¿qué si llegaba? Nada había de garantía en su posible olvido. ¿Escaparme? Tenía dos descansos de media hora y el más próximo seria en dos horas. 7.30 y marqué de nuevo el número del prestamista. Exhalé de manera involuntaria algo de aire que comprimía mi pecho.  Tres, cuatro, cinco veces. Colgué.

Maldito Memphis Grizzlies. Lo repetí para mí mientras llegaban más compañeros a la sala de redacción y yo depositaba mi mirada confusa sobre la página en blanco. ¡La cámara! Pensé, le daré la cámara a cambio, por unas horas. En el descanso de las 9.30 buscaría el dinero. La claridad se abría ante mí, siempre había alguna manera de solucionar los impases.

Tomé la botella de aguardiente que tenía escondida en mi maletín. Serví un poco en la tapa de plástico y lo bebí con tanta satisfacción de liberarme de tales pensamientos absurdos, que no sentí el fuego que usualmente expulsaba el líquido al bajar por la garganta.

Dos párrafos había alcanzado a escribir, cuando uno de los compañeros me comunico que la señora Reynolds había llegado. Le agradecí y antes de incorporarme, deposité mi cabeza bajo el cubículo para que nadie viera. Bebí la tercera copa de aguardiente. Mi oficina yacía aislada para mis propósitos.

La señora Reynolds, en unos pantalones de jean violetas, tenis blancos y una blusa fucsia, -su edad nunca tal vez circundaba los 45 años a pesar de que su ropa tuviera la intención de bajar la cifra- me siguió al cuarto piso, donde estaba la terraza. Yo llevaba el bolso de mi cámara y una gran sensación de quererme desaparecer me invadió, al juzgar mi rápida decisión de postergar el pago.  Abrí la puerta y ella salió delante. Me imaginaba tartamudeando o con la voz quebrada, cuando le explicara que no le podía pagar por adelantado. Pero justo en ese momento me interrumpió para preguntarme donde habían dejado los jabones y el blanqueador. Yo le señale una esquina ciega, seguida de las palabras que por poco y no habrían salido. Camino hacia allí. Al tenerlos a la vista se evidenció cierta tranquilidad en ella y volteo hacia mí. Su gesto era suficiente para darme la entrada.

— El jefe me ha pedido que le informe que le puede pagar cuando usted termine, señora Reynolds –lancé mi primer idea sin vacilar.

— ¿Al terminar? Me parece extraño. Siempre me ha pagado antes. Y él sabe que los necesito antes  – respondió al tiempo que evidenciaba su irritación.

— Ha tenido unos problemas en su casa hoy y le fue imposible traer el dinero.

— Si usted me disculpa, voy a llamarlo. No me lo está preguntando, pero mi marido llegó tarde a su trabajo; tuvo que traerme porque yo no tenía ni un centavo. Y don Leonidas me sale con esto.

— Es una situación fortuita, señora Reynolds –respondí, pensando cómo evitar la llamada-. Yo le sugeriría que no lo llamara, porque él está solucionando esas situaciones y hasta me pidió que si alguna persona lo necesitaba, que les dijera que no podía atenderlo. Es una situación de vida o muerte.

— ¡Claro! ellos pueden atender sus situaciones y resolver sus problemas. Alguien debe perder aquí, y entonces según él, ¿seré yo?

            La señora tomó su celular y dispuesta a llamar al jefe lo desbloqueó. Sería mi perdición si lo hacía. Unos fragmentos de segundos y estaría muerto. Un golpe, un secuestro, salir corriendo, todo corría por mi mente hasta que no tuve más remedio.

            — ¡Señora Reynolds! –Me dirigí menos con certeza que con desespero, mientras mi mano sin control bajaba el celular de la señora- Perdone usted. Es mi error. Le pido disculpas. Don Leonidas me ha dado el dinero, pero una moto ha atropellado a mi hijo hoy en la mañana. Se dio a la fuga y me vi en la penosa necesidad de usarlo en los gastos de transporte al hospital. Aun así he venido aquí a recibirla a usted; los policías me dijeron que ya estaban tras el responsable. Que lo habían logrado identificar gracias a la ropa que vestía su pasajero.

Escondí mi rostro en el pecho para sentir las palabras, sentir la situación. Fijé mi mirada en el suelo mientras cubría mis ojos con una de mis manos. Sorpresivamente el rostro de la señora Reynolds había cambiado de color y de semblante. Se había desbaratado completamente, tanto que ahora me hallaba yo en un nudo de confusiones. La señora de repente se desplomó sobre sus piernas y sus manos acudieron en vano a tapar la marejada de lágrimas que le brotaban por sus ojos y cuyo reflejo yo veía cuando caían sobre su pecho. Se estremecía en sollozos hasta que no toleré más la escena.

— ¿Qué le sucede, señora Reynolds?

— ¿Qué ha hecho mi esposo, dios mío, qué hemos hecho? – me respondió ella en medio de convulsiones.


© Cruz Medina
Imagen de StartupStockPhotos en Pixabay

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