Cosas de Dios

Misa de siete. La enorme Basílica enciende sus luces para recibir a los católicos más madrugadores de la ciudad. El silencio respetuoso envuelve las miradas de los santos, que también parecen luchar contra el sueño. Hasta que comienza la primera canción y las voces de las tías Beba y Chiquita, una en cada punta de la iglesia, se elevan como humo de incienso colmando toda suerte de oídos sensibles. Siempre fueron desafinadas las mellizas, pero esto de cantar en la iglesia era un mal necesario para la comunidad, por su intachable asistencia y fervor. La solución había salido de parte del propio cura, un anciano muy inteligente: separar a las hermanas y mezclar las voces, como para elevar la calidad del coro calculando altura y longitud de las ondas sonoras.

Órgano de una iglesia católica
Fotografía: Ben Kerclx

Pero a las tías esta medida les resultaba fatal, especialmente a Chiquita, que enjuiciaba:

—Dónde se ha visto que en una iglesia no te dejen sentarte al lado de tu hermana, estas no son cosas de Dios.

Igualmente la medida no surtía tanto efecto. Las voces producían ecos que salían imprevistamente de los rincones, de modo que los feligreses menos conocedores de la situación se distraían buscando el origen de los fenómenos. Y las canciones perdían el entusiasmo de todos, excepto de las tías.

La única solución efectiva fue la que propuso el paso del tiempo, porque Beba y Chiquita se fueron dando tanta manija con esto de la separación, que optaron por cambiar de iglesia, con un sencillo estudio de mercado: el nuevo cura párroco debía ser benevolente, inclusivo, poco estratega y sordo, si no era mucho pedir.

© Lucía Borsani

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