Cuando desperté

Me despierta un repentino acceso de tos. Me froto el cuello e intento pasar algo de saliva, pero mi boca está completamente seca. Comienzo a parpadear y me encuentro con una oscuridad densa, impenetrable, que me hace abrir los ojos por completo. Extiendo los brazos hacia los lados para desperezarme, pero algo los detiene. Levanto una mano frente a mi rostro y nuevamente algo se opone. Mientras deslizo las palmas por esa superficie acolchada, la opresión en mis sienes se va acrecentando, impidiéndome pensar con claridad, pero dejándome la lucidez suficiente para que comprenda que estoy encerrado dentro de un ataúd. Comienzo a gritar y a golpear frenéticamente la tapa. Al cabo de un momento procuro tranquilizarme, con mi desesperación no lograré más que agotar el oxígeno dentro de la caja. Mientras analizo la situación recuerdo el agudo dolor en el brazo y la opresión en el pecho. Seguramente, tras el infarto, algún médico trasnochado me declaró muerto. Maldigo a mi esposa. Muchas veces le conté de mi temor a ser enterrado vivo y en cada ocasión le hice jurar que se aseguraría de mi muerte con una autopsia. Me prometo que, si salgo de esta, me encargaré de ajustarle las cuentas. Siento de pronto un molesto escozor en el pecho. Meto la mano bajo la camisa y es entonces cuando noto las costuras en mi piel. Abro completamente la camisa y paso las puntas de los dedos sobre el contorno de la cicatriz. Si todavía tuviera el corazón en su lugar seguramente habría tenido un nuevo infarto. Quisiera llorar al comprenderlo todo: sí que se aseguraron de mi muerte antes de enterrarme y ahora, encerrado dentro de esta caja, tengo por delante toda la eternidad.


© Kalton Bruhl

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies