De paseo con un sueño en los jardines celestiales de Kioto
Una noche, como otra cualquiera, llena de luna y de sombras llena, salí a pasear con un sueño por los jardines celestiales de Kioto. Y en esa blandura que dan los mundos volátiles, nos tomamos del hombro sin hacer ningún movimiento, que es como se abrazan los amigos, y me dejé fluir en una conversación de palabras de humo blanco. Garzas inconsistentes huyendo del llanto.
Al principio, no parecía reservarme más atención que la que se presta a los alrededores de la silueta, pero poco a poco, mientras la noche se hería cada vez más de estrellas, noté en el temblor de mi pecho, cómo íbamos acercándonos en nuestra soledad. Recuerdo que ya lo dejé escrito en una ocasión: ¿qué resultado da si se suman dos soledades?

La noche parecía no extrañarse de vernos pasear por la piel de las sombras, como si no fuera la primera vez que nos acogiese en su espíritu inconcreto. Caminábamos a toda luna, bajo ese baño de plata que va sembrando misterios en las cunetas de los paseos nocturnos.
Yo miraba al sueño, el sueño miraba a la luna, la luna miraba a la noche, la noche extendía su manto y proclamaba su reinado de contraluces, en un silencio de amapolas dormidas. Por un momento, me pareció ver sombras verdes en el negro más negro de la noche negra; otras, el color de la sangre desmayada en los troncos quietos de los árboles de silencio.

Después, al cabo de unos instantes que no recogen los relojes, un cuco nos advirtió con su trino de madera hueca que no estábamos solos y dos búhos nos observaban, con la quietud que sosiega el alma; con sus ojos de boca de pozo, temblorosamente quieto, dando fe de nuestra existencia. La noche parecía latir con corazones de luceros. No, no estábamos solos.
Mi sueño y yo, paseando por la senda del misterio, en ese mundo al revés donde las luces son las sombras de la oscuridad. Fuimos en busca de la belleza de las figuras deshechas, de los besos en deshielo, de las miradas rendidas a las pestañas, mientras el aroma de los jazmines nos abrió su sábana blanca, invitándonos al deseo, a la pureza del perfume en espera del alba.
Lo que vimos, lo que sentimos, lo depositamos en un rayo de luna que vino hiriendo la noche de transparencias. Y allí lo dejamos, sin dar noticia al mundo de las aristas dibujadas, porque, al fin y al cabo, los sueños, sueños son.

Pero pasados algunos días, durante un paseo de estrellas perdidas, la blandura del tiempo se asentó en mis sandalias de caminante eterno y me dejó pegado un recuerdo. Me senté en una piedra de añoranzas de mármol y recogí el sueño que había venido a abrazarme, con mis ojos de agua, con mis manos sin guantes.
Así nació un nuevo poema que dejé dibujado en mi libreta de la vida, porque yo ya no escribo, sino que pinto emociones. Las lágrimas de un sueño que se quedó sin alas y que vino a visitarme.
Ahora, el sueño soy yo.
Texto y fotografías: © Felipe Espílez Murciano