De vuelta al colegio

En mi niñez las vacaciones de verano parecían eternas. A fines de febrero estaba deseando volver al colegio para juntarme con mis compañeras y comentar las aventuras estivales.

Marzo comenzaba con la compra del uniforme escolar, esa vestimenta que nos igualaba a todos y nos identificaba con nuestro colegio. Algunas madres lo compraban de una talla mayor para que nos durara todo el año: “crecedorcito” pero poco sentador.  

Cuando llegaba ese día tan esperado, el estimulante sonido del despertador nos llenaba de júbilo, entre carreritas y alborotos, vestirse, peinarse y tomar desayuno eran una odisea. Debíamos cargar el pesado bolsón con cuadernos, libros y útiles escolares, nuevos y relucientes junto a una apetitosa colación para el recreo.

Desde lejos el tañido de la campana invitaba a ingresar, entre saludos, besos y abrazos todos corríamos a la sala para conocer a la profesora asignada para ese año. Generalmente la primera actividad escolar era una composición o un dibujo cuyo objetivo era relatar nuestras vacaciones frente al resto del curso.

El sonido el timbre anunciaba el recreo, esa anhelada instancia para compartir las aventuras vividas, saborear las colaciones y disfrutar los juegos en el patio. Los niños jugaban a las bolitas, al trompo o al emboque, a la pelota (una pichanga), las niñas jugábamos a las rondas, al luche y saltábamos la cuerda. Niños y niñas juntos jugábamos a “la pinta”, “las naciones”, al escondite, al pillarse, entre otros.

Después de la jornada, al salir del colegio, podíamos encontrarnos con sorpresas como la presencia del manicero artesanal y su carrito con forma de barco. El olor del maní, tostado o confitado, imponía la tentación. ¡Cómo olvidar el crocante deshaciéndose en mi lengua! Aún se me hace agua la boca al recordarlo.

“El manicero”, composición musical de Moisés Simons, en el año 1928, es un reconocimiento al papel social que el personaje tenía en Cuba. La canción aún recorre el mundo en películas o animando fiestas donde bailamos este “son cubano” o rumba mientras cantamos alegremente:

Si te quieres con la boca divertir
cómete un cucuruchito de maní…

El manicero. Óleo sobre tela. 65 x 50 (2017)
El manicero. Óleo sobre tela 65 x 50 (2017)

En otras ocasiones nos visitaban personajes populares cuya intención era alegrarnos con su música callejera.  La dupla del chinchinero y el organillero constituían una verdadera orquesta que desgraciadamente, con el correr de los años, ha ido desapareciendo de las agitadas calles de la vida moderna.

El chinchinero. Óleo sobre tela. 65 x 50 (2017)
El chinchinero. Óleo sobre tela. 65 x 50 (2017)

El chinchinero -hombre orquesta de la calle- porta en su espalda un gran bombo con platillos. El bombo lo percute a través de un par de baquetas que vuelan desde sus manos, los platillos vibran fuerte al accionar unas tiras de cuero atadas a sus zapatos. Bailan, saltan y giran al ritmo de la alegre melodía del organillo.

Los niños nos extasiábamos con ese espectáculo y lo seguíamos hipnotizados en su recorrido por las calles.

El cantante chileno José Alfredo Fuentes, para homenajearlos, transformó en un éxito la canción “Con mi bombo y mi chin-chin” compuesta por Buddy Richard

Con mi bombo y mi chin-chin, cantando voy.
Una vez yo tuve la ilusión de ser un popular cantor,
Pero mi destino me lanzó a rodar,
Y por centavos, canto y bailo.
Los niños son los que más me aplauden,
En mi escenario, que es la ciudad.

El organillero. Óleo sobre tela, 65 x 50 (2017)
El organillero. Óleo sobre tela, 65 x 50 (2017)

El organillero utiliza un instrumento portátil, una caja musical que funciona con aire y una manivela hace girar el rodillo que contiene alrededor de ocho melodías fáciles de tararear. De la caja salen: “Solamente una vez”, “Cielito lindo”, “Adelita”, y algunos valses que recuerdan el origen alemán del instrumento.

La actividad musical se complementa con la venta de remolinos de vistoso papel, banderitas y otros juguetes infantiles artesanales de confección propia, como pelotitas rellenas de aserrín, el runrún, “sapitos cantores”, “chicharras” (pitos y sonajeros), caleidoscopios y títeres. Muchos han adiestrado loros o monos para que vendan e inviten a sacar un “papelito de la suerte” de una cajita mágica.

Recuerdo la anécdota del organillero que pensando le confeccionó -con retazos de género- un chaleco y un gorro para abrigarlo. Se veía tan ridículo con esa vestimenta que se convirtió en el hazmerreír de la gente.  Ahí surgió el dicho popular chileno quedó como chaleco de mono para expresar un mal momento en el que hicimos el ridículo frente a otros.

Se han escrito muchas canciones sobre estos personajes populares. En nuestro país, el conjunto “Los Huasos Quincheros” popularizó el vals del compositor Nicanor Molinare que dice así: 

Dale que dale organillero, dale que dale sin descansar,
que tu organillo trae a mi puerta la grata nota sentimental
Tu melodía suave, armoniosa tiene nostalgias del arrabal
Dale que dale a la manilla que una moneda te voy a dar.


Texto e imágenes © Cecilia Byrne

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