Decisiones
Hacía un buen rato que la paciencia de Pablo se había terminado. Hizo a un lado su plato al sentir de nuevo las arcadas. Nunca había visto nada tan desagradable como el tipo que sudaba y resoplaba al atiborrarse de comida en la mesa del frente. El asco de Pablo se transformó en enojo. Siempre le sucedía: si no se alimentaba en la hora precisa, una furia irracional se apoderaba de su mente. Se levantó de la mesa y dejó un billete bajo el vaso. Cuando salió, no se dirigió a su auto. Se quedó oculto en el callejón al lado del restaurante. Esperó cerca de una hora hasta que el tipo salió chasqueando la lengua, lleno de satisfacción. Pablo lo llamó con un silbido. Estaba seguro de que era un sujeto curioso. No se equivocaba. El tipo se acercó con pasos lentos y pesados. Pablo esperó a tenerlo frente a él.
—Me has arruinado el almuerzo, maldito cerdo —escupió.
El tipo pareció desconcertado y ofendido al mismo tiempo. Abrió la boca para protestar, pero solo dejó escapar un largo gruñido mientras Pablo lo apuñalaba frenéticamente.
Esa noche, Pablo cenó en un restaurante bastante exclusivo gracias a la generosidad de aquel despreciable sujeto. Antes de marcharse del callejón, le había quitado la billetera. Era una verdadera delicia comer junto a personas decentes que sabían masticar con la boca cerrada y usar correctamente la cubertería. Pablo pidió otra copa y antes de beber se deleitó con el aroma del vino.
El bienestar que lo embargaba duró apenas una semana. En la oficina había un empleado nuevo. Era como un puñetazo en la boca del estómago. Hacía bromas vulgares e intentaba ligarse a todas las mujeres de la empresa. Cada una de sus carcajadas representaba para Pablo el inicio de otra úlcera. No sabía cuánto tiempo más podría soportarlo. Debía hacer algo pronto. Durante los siguientes días se dedicó a seguirlo luego del trabajo. Descubrió que vivía solo. Sería más fácil de lo que pensaba. Una noche simplemente llamó a su puerta. El hombre abrió y, tras reponerse de la sorpresa, lo invitó a pasar. Cuando cerró la puerta, Pablo se abalanzó sobre él. Con una mano le tapó la boca y con la otra hundió varias veces la navaja. Dejó el cuerpo en el suelo y buscó algo que beber en la refrigeradora. El carro estaba estacionado a un par de cuadras. Lo mejor sería esperar a que se hiciera más tarde. Tomó un par de cervezas y encendió la televisión.
Al día siguiente, en la oficina se respiraba un agradable aire de tranquilidad. La jornada transcurrió sin sobresaltos. Pablo sonreía, satisfecho. El jefe se acercó hasta su escritorio y le dio unas amigables palmadas en la espalda. Sigue así, le dijo, cada vez estás más cerca de un ascenso. Julia, la más hermosa de sus compañeras, alcanzó a escuchar la conversación y le sonrió con complicidad. Pablo le guiñó el ojo y ella hizo lo mismo para después sonrojarse y bajar la mirada. Pablo quería cantar. Era su mejor día en la oficina.
La felicidad es como una duna, el viento del desierto de lo cotidiano termina siempre por erosionarla. Al apartamento de al lado se había mudado un sujeto realmente insoportable. Escuchaba música a tope y la acompañaba con una voz desafinada y chillona. Por el obvio contenido de las bolsas de papel que llevaba a su apartamento, parecía alimentarse exclusivamente de cigarrillos y alcohol. Las únicas visitas que recibía eran algunas prostitutas evidentemente enganchadas a todo tipo de sustancias. La presencia de ese tipo depreciaba todo el edificio. Pablo compró una botella de licor barato y llamó a su puerta. El tipo no lo pensó demasiado para hacerlo entrar. Pablo se llevó la mano a la nariz y comenzó a respirar por la boca. El hedor a suciedad y orina era insufrible. El tipo lo invitó a sentarse y encendió el estéreo. Le pasó a Pablo las cubiertas de varios vinilos. Lo cierto es que tenían un gusto musical muy parecido. Pablo pensó que sería más sencillo si se tratara de un aficionado a la música urbana. Mientras las notas del rock progresivo reverberaban en las paredes, Pablo acarició el mango de la navaja.
Todo era mejor en el edificio. La señora González, quien nunca le había dirigido la palabra, le obsequió una tartaleta de fresas. El señor Martínez lo invitó a una de sus famosas partidas de póker. Pablo estaba exultante. Finalmente, la vida parecía sonreírle.
Esa vez, la felicidad duró casi un mes. En la oficina, el ascenso lo recibió Jiménez, el inepto sobrino de uno de los accionistas. Julia ni siquiera se dignaba a mirar a Pablo. En el edificio, ninguno de los vecinos le dirigía la palabra. Se había convertido en un auténtico paria. Debía hacer algo. No podía quedarse de brazos cruzados. No ahora, cuando había estado tan cerca de alcanzar el éxito. Rápidamente tomó una decisión. Cualquiera podría servirle.
Una semana después, Pablo salía del apartamento de Julia. Pensó que lo más prudente era no preguntarle cómo había aprendido a mover la lengua de esa manera. Se subió a su carro nuevo. Hacía tres días lo había ganado en la rifa de una cadena de tiendas de conveniencia. Parecía que vivía en un sueño. No tenía más que desear algo para obtenerlo casi de inmediato. Quizás esta vez pediría un apartamento propio. Pasó por un restaurante de comidas rápidas y pidió una hamburguesa con papas. Sin embargo, casi de inmediato canceló la orden. Estaba demasiado cansado como para darle de comer al niño en la boca. Tal vez hubiera sido una mejor idea comenzar por cortarle los pies y no las manos.