Día Internacional de la Mujer
El 8 de marzo se conmemora el Día Internacional de la Mujer en honor a 129 trabajadoras que murieron durante una huelga por mejores condiciones de igualdad y reconocimiento de sus derechos. Como un homenaje a la mujer trabajadora quise recordar dos oficios femeninos que nos acompañan desde la niñez: la peluquera y la modista.
De acuerdo a testimonios de mis padres y abuelos, mi feminidad y coquetería se manifestaron a muy temprana edad. El día de mi primer cumpleaños no podían alejarme del gran espejo donde se reflejaba mi silueta luciendo un hermoso vestido nuevo.
En mi infancia pasaba muchas horas frente al espejo acicalando mi larga cabellera: peinando la “chasquilla” o flequillo, una “cola de caballo” o una trenza; encrespado o alisado según cánones de la moda, y adornado con “pinches”, cintillos o coquetos lazos de cinta de raso.
Yo tenía una frondosa cabellera ondulada que hacía sufrir a mis padres. Mi madre me llevaba a la peluquería para que me cortaran el cabello, que crecía como la mala hierba, y aprovecharan de “entresacarme pelo”, para reducir el volumen de mi cabeza. Era una experiencia muy traumática: la peluquera tomaba mechones de cabellos y con una tijera especial los cortaba cerca del cráneo y yo tenía la sensación de que me estaban rapando. Sin embargo, al peinarlo se acomodaban muchos cabellos y mi melena lucía el largo adecuado.
Cuando salía de vacaciones sola con mi padre, él simplemente recurría a la “cola de caballo” para que estuviese todo el día bien peinada. Me dejaba el pelo tan tirante que mi rostro adquiría una fisonomía oriental, con ojos rasgados. En la noche cuando me sacaba el elástico y todo volvía a su lugar, sentía un gran alivio.
En mi adolescencia se usaba el pelo largo y liso. Para lograrlo me pasaba la plancha caliente sobre mechones de pelo que protegía con papel de diario hasta que conocí una técnica maravillosa: la famosa “toca, que consistía en ir enrollando toda la cabellera mojada y bien estirada alrededor de la cabeza para mantenerla totalmente lisa hasta que se secara. Muchas noches dormí con esa toca para amanecer con mi cabello listo para enfrentar radiante un nuevo día…o el nuevo chico guapo recién llegado al barrio o al colegio.
A los diecisiete años tuve la brillante idea de hacerme una permanente en frío en mi casa. Me apliqué la primera mezcla que debía dejarlo actuar 30 minutos durante los cuales decidí ver una película en la televisión. Era tan entretenida que se me pasó volando el tiempo ¡90 minutos! Ya el pelo estaba seco cuando apliqué la segunda mezcla. El resultado fue catastrófico: mi linda cabellera castaña lucía rubia anaranjada. Tuve que correr a la peluquería para un tratamiento de urgencia. La única solución fue cortarme el pelo de 2 cm de largo. Ese corte resultó ser todo un éxito ya que iba perfecto con mi cara delgada… ¡y con la bendita Mía Farrow que lo había impuesto como moda en su reciente matrimonio con Frank Sinatra!
Esa experiencia me permitió valorar el maravilloso trabajo que realizan las peluqueras y los peluqueros. Nada más cierto que el antiguo refrán “Zapatero, a tus zapatos”.
Rosa María ha sido mi peluquera por más de veinte años. Fui su primera clienta cuando instaló una peluquería cerca de mi domicilio. Tuvimos nuestras diferencias: mientras ella quería convencerme de que me veía más joven con el pelo corto, yo defendía mi melena que mantenía mi cuello calentito en invierno. Logramos la armonía: cada verano ella me corta el pelo a su gusto y yo luzco juvenil con sus atrevidos y audaces cortes asimétricos con extraños nombres “Pixie, Bob, Garzón”. ¡Por suerte no ha intentado cambiar el color de mi cabellera -rosa, lavanda o arcoiris- para que combine con mis coloridas pinturas naives!
Como un homenaje a esas maravillosas peluqueras de antaño, hoy “estilistas” por su profesionalismo, pinté un óleo sobre tela titulado “La peluquería de mi barrio”

Óleo sobre tela, 50 x 50 (2023)
Las modistas que confeccionaban “a medida” el vestuario femenino, y sus ayudantes “las costureras”, que cosían y hacían las terminaciones de las prendas, eran personajes importantes en mi familia.
En mi niñez solía acompañar a mi mamá y abuelita a las famosas “pruebas” de sus vestidos, chaquetas y pantalones al taller de costura. Me entretenía hojeando las revistas de moda y observando a las costureras que maniobraban las máquinas de coser: con sus pies movían rítmicamente el gran pedal que hacía girar la rueda y con sus manos guiaban la tela que se desplazaba bajo la aguja con hilo que subía y bajaba. El sonido emitido era semejante al del ferrocarril.
La magia del lugar me motivó a plasmarlo en un óleo sobre tela que titulé “El taller de costura”:

Óleo sobre tela, 50 x 50 (2023)
A partir de mi adolescencia me transformé en “clienta”. Compraba algún corte de género que me atraía y acudía a la modista para elegir el diseño más apropiado. En esa etapa de mi vida, por los cambios hormonales, era más “rellenita” (con unos kilos de más). Eso repercutió en forma negativa en los resultados de la ropa confeccionada: tanto en la modelo de moda “Twiggy” como en el maniquí, el diseño elegido lucía espectacular mientras que yo, frente al espejo, sentía deseos de llorar.
Eso me llevó a incursionar en la costura. Descubrí los magníficos moldes, de corte y confección, de la revista alemana Burda, que eran a prueba de novatos y con la ayuda de una máquina de coser manual, muy fácil de maniobrar, logré confeccionarme hermosas prendas de vestir que lucían igual a la revista (¡las modelos alemanas eran más entraditas en carne!).
La máquina de coser se transformó en una aliada que me permitió coser las cortinas de mi casa, cubrecamas, manteles y juguetes, entre otros.
La revista Burda también me ayudó en la confección de ropa para mis hijos: vestidos, pantalones y camisas. Cuando mi hija hizo su primera comunión buscamos en el comercio un vestido adecuado para la ocasión, todos eran rebuscados y recargados “al estilo novia”. No me quedó más alternativa que confeccionarle su vestido blanco, sencillo y elegante, que causó la admiración de todos. ¡Se veía preciosa!
Me había comprado una máquina eléctrica que no solo cosía; pegaba botones, bordaba y hacía diferentes puntadas. Tenía que concentrarme más, era muy rápida y podía seguir de largo con consecuencias fatales. Fue lo que me ocurrió cuando pedí ayuda a Magaly, la nana de mis hijos, quien tenía que sostenerme la cintura del pantalón que confeccionaba para mi hijo Pablo, mientras le cosía un elástico. Lo soltó sin aviso y mi dedo pulgar se desplazó bruscamente quedando la aguja insertada al centro de la uña ¡No recuerdo dolor más grande! Sacar la aguja fue una odisea. Por supuesto nunca más pedí ayuda.
A pesar de que en ocasiones recurrí a los servicios de un modisto y un peluquero, ambos excelentes profesionales, no hago mención de su labor para homenajear hoy a la Mujer Trabajadora en su día.
Texto e imágenes © Cecilia Byrne