Día Internacional del Libro
El 23 de abril se celebra el Día Internacional del Libro en conmemoración de tres grandes escritores que fallecieron ese día en el año 1616: William Shakespeare, Miguel de Cervantes y el Inca Garcilaso de la Vega.
Ese día se realizan muchas actividades destinadas a fomentar la lectura: talleres y conferencias con escritores, presentación de libros, concursos de cuento, microcuento, poesía…
Cuando yo era niña, mi papá y mi abuelita Margarita solían contarme cuentos para dormir o para comer lo que no me gustaba (¡el pescado!). Desgraciadamente no eran muy variados ya que ambos sabían un solo cuento; con mi abuelita era la famosa Cenicienta, con mi papá era un cuento muy largo y desconocido Veraluno y el dragón de las siete cabezas. Muchas veces se quedaba dormido en medio del relato y yo lo despertaba para que comenzara su relato desde el principio. ¡Tenía una paciencia increíble mi pobre padre! Años después descubrí que él había fusionado dos cuentos de la literatura inglesa, que seguramente le habían contado cuando era niño, “Ver al uno y ver al otro” sobre las aventuras de dos príncipes gemelos con una bruja malvada y “El dragón de 7 cabezas” que narraba la historia de un príncipe que debía matar a un dragón para casarse con la princesa de sus sueños. ¡Con razón era tan largo!
Mi primer contacto con libros fue con aquellos para colorear. Yo solía inventar un cuento para cada imagen que pintaba, con las cosas cotidianas de mi vida: los paseos al parque, al campo o a la playa; mis comidas, juegos o animales preferidos, mis aventuras con la familia o los amigos. “
Desde muy pequeña me sentí atraída por la lectura. Todas las mañanas veía a mi abuelita Margarita leyendo el diario mientras tomaba su desayuno en la cama. Me llamaban la atención las letras grandes y le preguntaba ¿Qué dice aquí? Así aprendí a reconocer las letras imprenta de los títulos y de los letreros que veía en la calle. Tanto preguntaba que, por cansancio me compraron “El silabario hispanoamericano” que acaba de reemplazar al antiguo libro de lectura que todos conocían como “El Ojo”.
Aprendí a leer antes de entrar al colegio lo cual fue una complicación para mis profesoras. Mientras enseñaban al resto del curso a leer las primeras sílabas para formar palabras simples como papa, pipa, mamá, mima, mapa…yo leía los cuentos que aparecían al final del libro “El pan”, “El gigante”, “El lobo pastor” y una serie de cartas…pero también, por aburrimiento hacía maldades que ameritaban castigos. Muchas veces consistían en mandarme a la biblioteca del colegio, ahí tuve acceso a muchos libros de cuentos infantiles que estaban en las estanterías esperando a ser descubiertos por mí.
Se abrieron las puertas de mi imaginación, me trasladaban a tierras habitadas por princesas, hadas, brujas y gigantes como “Jack y las habichuelas mágicas”, “Hansel y Gretel”, “Blancanieve y los siete enanitos” entre otros. Quería leer todos los libros del mundo y siempre pedía libros como regalo para Navidad, cumpleaños y onomásticos. Mi biblioteca comenzó a crecer con la Colección Historias, de la editorial Bruguera de Barcelona, que comprendía ejemplares dedicados a la vida de personajes célebres: religiosos o santos de reyes y reinas (Sissi era mi favorita), científicos e inventores (Curie, Fleming y Darwin) y heroicos como Alejandro Magno y El Cid Campeador; de la historia de otras culturas como Asia, India o África; relatos bíblicos como Los Diez Mandamientos, La Historia Sagrada, entre otros. Esta colección me permitió conocer cómo se vivía en el pasado, ver el mundo a través de la mirada de otros, comprender otras culturas y admirar a esos personajes que, con sus descubrimientos e inventos, mejoraron la calidad de vida de la humanidad. Los consideraba mi mayor tesoro y los cuidaba para que sus hojas se mantuviesen limpias y estiradas. Sentía que nada era más triste que un libro con sus hojas rasgadas, rayadas o que le faltasen páginas.
Cuando cumplí once años mi mamá me regaló una gran cantidad dinero, podría comprar lo que yo quisiera. Salí con mi bolsón vacío en dirección a una librería. Ahí compré alrededor de treinta novelas de misterio: de Agatha Christie (Asesinato en el Oriente Express-Diez negritos-Muerte en el Nilo) y de Arthur Conan Doyle: Estudio en escarlata y El sabueso de Baskerville, entre otros. Habitualmente me devoraba los libros, pero estos autores me hacían pensar mucho tratando de dilucidar quién era el asesino. Mientras los detectives Hércules Poirot y Miss Marple descubrían a los criminales de una manera muy rebuscada, Sherlock Holmes a través de una observación minuciosa resolvía su hipótesis y se vanagloriaba con un “Elemental mi querido Watson”. Reconozco que pocas veces logré resolver los casos, no tenía ese olfato para oler debajo de las piedras.
En mi adolescencia el romanticismo se apoderó de mí y comencé a leer poesía: a nuestros dos premios Nobel: Pablo Neruda y Gabriela Mistral, a Gustavo Adolfo Bécquer, Rubén Darío y Mario Benedetti, entre otros. Fue un período corto, la vida universitaria me arrebató el tiempo disponible para la recreación. Los textos por leer eran de Anatomía, Psicología, Enfermería y todo lo relacionado con las asignaturas conducentes a lograr mi título profesional.
Una vez titulada retomé mi antiguo hobby. Leía la obra completa de escritores europeos, latinoamericanos o contemporáneos. Siempre andaba con un libro en mi mano para aprovechar cualquier momento libre: durante el trayecto en locomoción colectiva, en la sala de espera del doctor o para algún trámite burocrático.
Este amor por los libros lo heredó mi hija Tatiana. A los 9 años había leído novelas extensas como “Lo que el viento se llevó” de Margaret Mitchell y “Kristina Lavransdatter” de Sigrid Undset y ganó un concurso de literatura infantil, organizado por en la Feria del Libro, por su cuento” Susy y la mariposa Clemencia”.
Como un homenaje a la literatura en este 23 de abril, plasmé una escena de mi vida infantil en la siguiente obra titulada “Tres generaciones en torno a la lectura”.

Óleo sobre tela, 65 x 50 (2023)
En esta obra represento el salón-biblioteca donde nos reuníamos cada tarde a leer. Sentada en el sillón, mi madre leía el diario El Mercurio mientras yo soñaba con las aventuras de alguno de los personajes de mi colección favorita, y mi abuelita -sentada frente al piano- leía la partitura de alguna polka, mazurca o polonesa de Chopin deleitándonos con su música. De ese lugar conservé el piano, el cuadro de Camille Corot, la mesita de tres patas con elefante y pañito blanco de frivolité (tejido por mi abuelita) y una gran cantidad de libros… ¡Qué placer poder leerlos una y otra vez!
Texto e imágenes © Cecilia Byrne