Don Carlos
Doliente príncipe que yaces
en la bermeja torre del Alcázar.
Morada austera que de los Austrias fue.
La siniestra sombra que vela tu ventana
lúgubres auspicios depositan
en tu frente quebrada.
Te sabes Príncipe por linaje y por sangre.
Te sabes Príncipe del más basto Imperio,
que tú padre cela, entre las frías
estancias de granito,
bendecidas por ensalmos de Jerónimos.
¡Infausto Infante!
No habrá corona que tus sienes ciñan.
Arrastras tu decadencia disfrazada
en retratos de corte, únicamente.
Maldito, por la endogamia de tu estirpe.
¡Triste Don Carlos!
No pasarás de Príncipe.
Tullida juventud.
Tu sangre transformada en fatal pócima.
Exiges a la vida tu desquite:
Por no ser:
El heredero deseado.
Ni el Príncipe ungido.
Ni el hijo idolatrado.
Intrigas, maquinas, te rebelas.
Te niegas a aceptar tu aciago sino.
Cuando ante la figura de tu padre
yergues tu enclenque humanidad:
Desafiante.
Solo silencio a tu proclama encuentras.
Hijo de la decepción y la desgracia.
Y enloqueces con tus veintidós años.
Pidiendo a gritos honores y encomiendas.
Quieres partir con los tercios de Flandes.
Y ser regente allí.
Conspiras contra la autoridad paterna.
Que te aísla y retiene.
Por ocultar la cruel demencia
que posee tu voluntad y domina tu mente.
Será esa torre tu postrera morada.
Tu clamor y desvarío, allí escondido.
Allí, el último estío de tu mocedad truncada.
Y en el otro extremo del Alcázar:
Mudo y severo.
Solitario y sombrío.
Llora Felipe,
su simiente baldía.
© Texto de Rosario de la Cueva
© Imagen de dominio público