Dos timbres para Ricardo

Corría la década del ‘80 y mis vacaciones de verano transcurrían con hepatitis “A”. El análisis dio paso al reposo absoluto, desinfección de todo lo que estuviera a mi alcance, dieta estricta y, lo mejor para una niña de nueve años como yo, largas horas de lectura. En aquel tiempo la televisión comenzaba a las cinco de la tarde, mientras tanto invadían la cama los libros infantiles, las Selecciones del Reader Digest, la revista uruguaya Patatín y Patatán (a la que le envié un primer poema con la indicación de publicarlo, vaya autoestima), y el Tesoro de la Juventud, entre otras lecturas.

Todo, absolutamente todo, olía a lejía. Y con la estricta orden de no tener contacto físico con familiares, mis padres y mi hermana adolescente se armaron de valor para atenderme de la mejor manera posible, en unas vacaciones por demás originales.

Hasta que Ricardo, mi papá, comenzó con ciertos síntomas… La hepatitis presenta náuseas, vómitos, orina de color oscuro, dolor abdominal. Prácticamente un poco de todo eso tenía Ricardo. Por aquel entonces y a sus escasos cuarenta años, el tener un hermano médico le había agudizado lo hipocondríaco, y al tío — que se especializaba en huesos — le sacaba todo el jugo que podía.

Las conversaciones familiares entonces se centraron en los síntomas de papá, pasando yo a segundo plano. Hasta que mi tío, como para cortar por lo sano, sugirió un análisis de sangre. Así de sencillo. Había que enfrentar el positivo o el negativo, y dejarse de conjeturas.

—  Ya bastante tenemos con Lucía — suspiró María del Huerto, mi madre, pensando en la posibilidad de otro contagio.

Ahora bien ¿quién no ha pasado por el duro momento de esperar un resultado? Ricardo lo esperaba en la cama: era tal su convencimiento de que estaba contagiado, que había comenzado por su cuenta el tratamiento. Y mi madre iba y venía entre las dos habitaciones atendiendo a los enfermos.

La elegida para retirar el resultado del laboratorio y venir con la noticia fue mi hermana Isabel. Siempre fue de lo más bromista, pero no quedaba otra que asignarle la misión. El asunto era esos minutos de espera desde que escucháramos el portón hasta tener la noticia…una expectativa que los nervios de Ricardo no prometían soportar. Entonces acordaron:

— Un timbre si es positivo, dos timbres si es negativo.

Y llegó el gran momento, con la mensajera. Todos agudizamos el oído…se escuchaban sus pasos hasta la puerta. Luego: el primer timbre.

— ¡Silencio!  —  Se escuchó la voz de papá, ahora más fuerte porque ya venía hablando con debilidad — ¡Falta el segundo!

La espera tenía la longitud de media uña, pero Isabel se había propuesto agregarle —qué necesidad digo yo — suspenso, sabiendo que nos tenía a todos en un puño. Mi madre, petrificada, estiraba la cabeza como una antena parabólica; de los cuatro, ella era la que más necesitaba ese segundo timbre, que la libraba de tener al hombre formalmente enfermo, con papeles y todo.

¡Y entonces sonó el segundo, un timbre largo y triunfal!

— ¡Negativo! ¡Negativo! ¡No tengo hepatitis! —  gritaba él, saltando de la cama y corriendo por toda la casa para abrazarse con Isabel, con mamá ¡hasta conmigo, que hacía como un mes que nadie me tocaba!

Mágicamente, desaparecieron todos los síntomas de Ricardo, que de tan feliz que estaba, por un buen tiempo, olvidó:

1- Que el virus andaba por la casa.

2- Que seguía siendo un virus contagioso.

3- Que estaría divirtiéndose con nosotros ¿qué otra cosa le quedaría por hacer?

Texto © Lucía Borsani
Imagen © Tumisu

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