El anís, la timba y las mujeres

El matrimonio de mis abuelos perduró cincuenta años a pesar de la timba y las bebidas espirituosas. Matilde, mi abuela, jugaba todas las tardes a la conga con un grupo de amigas  en una habitación de la casa, mientras su marido Héctor trabajaba afanosamente en su escritorio, al que se llegaba atravesando un patio interior. Conformaban ellos un matrimonio singular: las trasgresiones de ella convivían con las decisiones escrupulosas de su marido, un hombre correctísimo al extremo.

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La conga era acompañada  de vino casero o caña contrabandeada de Brasil y alguna torta; siempre enviaban alguna porción hasta el escritorio del abuelo, como para alivianar la culpa por tanta juerga.

Aquella tarde la torta— elaborada por Matilde — era de anís, pero cuando el abuelo la probó no fue precisamente elogioso:

— ¿Qué tiene esto? ¿Pedregullo?

El comentario se deslizó en pocos minutos hasta la habitación del juego desatando risitas entre nerviosas y aliviadas, pero nadie se atrevió a darle el “okey”; sin embargo  Matilde ya venía observando que  hasta las más fuertes apostadoras— que tenían una energía dinámica desde que llegaban— esa tarde masticaban  la torta tan lentamente como quien come mirando una película de suspenso.

—Creo que vamos a tener que cerrar el juego hoy —anunció  —parece que a Héctor le cayó mal la torta.

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Todas se miraron, buscando alguna explicación.

Matilde comenzó a juntar los naipes y a repartir el dinero de las apuestas según las anotaciones que iban haciendo. El silencio comenzó a incomodar, pero nadie se atrevió a cortarlo, puestos los ojos en la dueña de casa. Ella seguía guardando todo tan despacio que la escena parecía una foto, nadie se levantaba de su silla,  esperando que se arrepintiera.

De pronto, se abrió la puerta. Héctor— que jamás entraba en aquella habitación— con el platito en la mano venía dispuesto a hablar del pedregullo, pero algo lo inmovilizó. Las miró a todas deteniéndose en su esposa:

  • Ustedes… ¿Juegan por dinero?

Tenía los ojos como recién salidos del congelador. Las monedas ya estaban guardadas y bien podían ellas salir del paso con alguna mentira. En el fondo, lo veían tan ingenuo que daban ganas de protegerlo.

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Todas miraron a Matilde, que tomó coraje:

—Traigan otra silla para Héctor, no tenemos nada que esconder.

Pero él no se podía permitir perder el precioso tiempo laboral en una tertulia de mujeres y naipes y se disculpó con un gesto elegante, para seguir trabajando.

En adelante la torta de anís se convirtió en torta de vainilla, así, “sin gracia” como después se rumoreó entre las apostadoras. Pero el condimento principal ya lo tenían: era la posibilidad, remota, pero posibilidad al fin, de que Héctor decida una tarde cualquiera, pedir una silla para él.

© Lucía Borsani


Escucha este relato:

Narrador: Felipe Espílez Murciano
Música: Best Instrumental Cello Covers All Time de Top Cello Covers of Popular Songs 2018
Relato escrito: Lucía Borsani

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