El carrete de hilo

Se apoya con firmeza en una de sus dos bases simétricas. Antiguo, como la madera que le da cuerpo y en la que se enrolla la hebra de hilo, cuyo extremo, suspendido en el aire, es una invitación al infinito.

Con las vacaciones escolares en la cartera volvíamos al pueblo en busca del paraíso perdido del año anterior, donde el tiempo se mantenía colgado en el balcón de la plaza desde el que se anunciaba el comienzo de las fiestas.

Después de la hora de la siesta, las mujeres, a resguardo del sol, se sentaban en sillas bajas de enea, rodeadas de geranios; hablaban, cantaban, reían y cosían una tras otra grandes piezas de sábanas blancas que reflejaban la luz. Siempre nos invitaban al corro y durante un rato nos sentábamos con ellas provistas del costurero de madera con dibujos de tijeras y flores, que en mi caso, era el regalo de mi abuela empeñada en que aprendiese a hacer cordoncillo, vainica y punto de cruz.

Juana, siempre vestida de negro, era la mayor del grupo y marcaba el ritmo de la charla que las otras mujeres seguían; las niñas escuchábamos aplicadas en la labor y haciéndonos eco de todo lo que allí se comentaba; nunca interveníamos.

Una tarde que me quedé sin hilo, Juana me ofreció su costurero, una caja rectangular de madera muy oscura y esquinas casi redondeadas por el uso, con una cerradura en la que se introducía una filigrana de llave ennegrecida.

—Era de mi madre, y ella lo heredó de mi abuela que lo heredó de la suya —dijo mostrándome los carretes de hilo que simétricamente colocados parecían un estuche de pinturas sin estrenar. Tuve la sensación de ser una intrusa cuando cogí el hilo verde para continuar con las hojas del ramo de flores de mi bolsa de pan.

Pasaron más veranos, tantos como para dominar el cordoncillo, pero siempre se me resistió la vainica, a pesar del esfuerzo de mi abuela, y de Juana, que cada verano ponía todo su empeño en sacar de mí a una provechosa bordadora.

En mis últimas vacaciones escolares, al volver al pueblo, las mujeres seguían en el corro de costura, hablando, cantando y riendo. Festejaron mi llegada al verme hecha “una señorita”. Juana había muerto. La mujer que le sucedió en el turno de mando fue la encargada de comunicarme que al no tener hijas, dejó dicho que me dieran su costurero y el consejo de seguir aprendiendo a coser.

Recogí la vieja caja, y de nuevo me sentí una intrusa al girar la filigrana de aquella llave en la pequeña cerradura. Los carretes uniformes, alegres como el arcoíris y rebosantes de hilo, parecían ajenos al paso del tiempo, sólo faltaban dos colores: el blanco y el negro, que Juana debió gastar.


Texto y fotografía © María Cruz Vilar
(De mi libro de relatos: DESAFINADO)
soplaralcierzo.com

                  De mi libro de relatos: DESAFINADO (soplaralcierzo.com)

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