El castro
Un relato y tres finales
El calor asfixiante terminaría en tormenta y la lluvia me cogería en pleno campo, aun así decidí salir. No tenía ganas de nada, tampoco de pintar; el último óleo envejecía amarillento en el estudio. «Una crisis de edad», sermoneaban las amigas. Pasaría, igual que otras veces, y como en otras ocasiones huí a mi refugio. Los días largos de junio son mis preferidos para subir, en especial el veinticuatro, un día mágico entre los mágicos.
Fui dejando atrás la ciudad, las casas de la periferia y las huertas, hasta llegar al recodo donde acaba el camino de tierra. Al fondo, casi oculto por la maleza se inicia mi sendero espiritual, entre mimosas, carvallos y rododendros. Descubrí aquel lugar treinta años antes, cuando llegué para quedarme a vivir con él en su tierra. Estaba muy enamorada.
Aquel paraje recóndito me poseyó y desde entonces es mi refugio. Si estoy contenta subo a celebrar estarlo, y si estoy triste sólo allí encuentro la paz para retomar el ánimo. Soy pintora y mis cuadros son el reflejo de mi relación con ese paisaje.
El lugar es conocido, pero la distancia limita los visitantes y apenas sube nadie, por eso me extrañó encontrar, justo en el inicio de la calzada prerromana, una moto negra y polvorienta con una cadena de seguridad. Ese espacio era mío y me sentí molesta con la máquina intrusa que desmerecía de la exuberante naturaleza, y lo peor: en cualquier momento aparecería el dueño. La rabia ante la invasión del territorio no dejó que sintiera miedo ante lo desconocido. Aquel lugar me pertenecía. La tarde, sofocante, no podía atraer a nadie salvo a mí, que como en tantas ocasiones me evadía del mundo sendero arriba buscando integrarme en la naturaleza solitaria. Quien quiera que fuese el motorista, «se tendría que ir» dije auto convenciéndome.
Aceptando la existencia de intrusos inicié el ascenso por el empedrado, imaginando que yo no era yo, o era yo en otra vida remota, muchos siglos antes. Fantaseé pensando en todos los seres que me habían precedido en la subida y me vi como una joven en el intervalo previo a conocer el amor. Nada tan lejos de la realidad. Conocer el amor…, que ironía. Después de tantos años me preguntaba si le seguía queriendo. «Da igual», decían las amigas, «eso nos pasa a todas».
El cantar de los pájaros y el ruido del torrente serpenteando la montaña empezaron a hacer efecto en mi ánimo, que fue mejorando según ascendía a pesar de que la cuesta cada vez más empinada y el sortear la irregularidad de las losas de granito me agotaron. Me senté a descansar bajo la sombra de un viejo roble, para sentir el silencio, hasta que detrás de mí algo se movió entre la hojarasca. Al volverme, casi muero del susto. Una figura de negro, sorprendida de mi presencia tanto como yo de la suya, sonreía con las manos en alto indicando calma. Se presentó. Había llegado en moto y era profesor de Antropología en Santiago, estaba haciendo un trabajo sobre los castros gallegos. Se llamaba Román. «Yo, Carmen», dije sin pensarlo. Le conté que era pintora en crisis, que había llegado muchos años antes, cuando me casé, y que desde entonces aquella calzada romana que conducía hasta el castro era para mí el lugar más bonito del mundo. Escuchó atento mis palabras y me pidió permiso para hacer juntos el camino. Acepté. No dejamos de hablar de la belleza del entorno, de la magia de Galicia, y de cómo te atrapa esa tierra. Poco a poco fui reparando en él. No tendría más de treinta y cinco años; fuerte, no muy alto, la piel muy clara, y no dejaba de sudar. Tenía el pelo oscuro, ondulado, y le llegaba hasta la mitad del cuello. Repetía el gesto de echarse con la mano hacia atrás los mechones de la frente. Sus ojos eran lo más alegres que había visto en mi vida, negros y afables. Un hombre guapo que inspiraba confianza. «Vaya sorpresa, qué suerte», dirían las amigas.
Conocedora del terreno me adelantaba a enumerar las características de cada tramo del recorrido. Ese camino lo conocía de memoria, aunque por primera vez lo sentí diferente. Él seguía atento a mis explicaciones, muy interesado por la cultura celta. Al igual que a mí, los castros le parecían espacios cargados de energía. Dos veranos más y concluiría su trabajo sobre ellos, y se lo publicaría la Universidad.
Sin darme cuenta en qué momento, dejé de oír a los pájaros, al torrente y al sonido bronco de algún trueno lejano anunciando tormenta. Sólo consciente de su presencia invasora, los carvallos, las mimosas, los rododendros y el cielo, desaparecieron de mi vista. Flotaba a su lado sin sentir la cuesta, ni el calor, ni las piedras clavándose en las zapatillas. Caminaba ajena a cualquier peligro junto al desconocido vestido de negro. Contenta con mi suerte.
Primer final.
No tuve noción del pasar del tiempo; tal vez tardamos mucho en llegar, o no tardamos nada, no sé, pero arriba, exploté de emoción al ver el castro. Recorrimos las milenarias construcciones que delimitan el asentamiento que el tiempo no ha conseguido destruir. Él hablaba entusiasmado de las formaciones circulares y del significado de las piedras. Yo le oía enajenada, aquel hombre me atraía, provocándome una emoción desconocida. Sorprendida, percibí un sentimiento recíproco, intenso y mágico como las hogueras purificadoras de San Juan que arderían esa misma noche.
Segundo final.
No sé en qué momento, ni qué ocurrió, pero según dijeron, pisé unos helechos que crecían junto al precipicio sobre el torrente, entonces caí golpeándome con una piedra. Quedé junto a la orilla y el agua me cubría medio cuerpo. Al encontrarme, alguien creyó que era una ninfa dormida.
A todos les pareció normal el accidente. Tarde o temprano tendría que pasar; yo era la única culpable por subir sola, aunque las huellas de la rodada de moto en el camino mojado tras la tormenta, dio que pensar en algo más, pero enseguida se descartó la idea. Fue un maldito accidente y concluyó la investigación.
Tercer final.
Nadie sabrá nunca lo que pasó. Recorrimos todas las construcciones mientras la tarde se apagaba y se encendían las hogueras en las aldeas que rodeaban la montaña. Aquella noche me confesó quién era y me ofreció su amor para siempre. Nos besamos sobre los helechos que mullían la cama en el límite del vacío sobre el agua. Sellamos nuestra unión con el fuego. Desde entonces vivo aquí, nadie me ve, pero aquí sigo, guardiana del castro y feliz de serlo. Él, vuelve cada año por San Juan. Nos amamos fuera del tiempo y el espacio mientras contemplamos las llamas purificadoras sobre la niebla de la eternidad.
A cambio de mi entrega me hizo el regalo de seguir siendo la joven que acaba de descubrir el amor.
Texto y fotografía © María Cruz Vilar