El desbordamiento del río Chikuma
La niebla borró las orillas del río dejando sus juncos en ausencia.
¡Por un instante fue mar! Yo lo vi. ¡Por un instante fue mar!
La alegría del río se inundó de espejos que poblaron su anchura de horizontes imposibles. Dos sirenas equivocadas cantaron canciones de espuma entre suspiros de nieve. Fue algo que los árboles cercanos no habían visto nunca y que contaron a los arrozales de tierra adentro, que dormían sus sueños blancos. Una gaviota dejó un abrazo de alas desplegadas en el aire y, hasta un velero despistado, izó sus alas de seda poniendo un pañuelo al viento para secar las lágrimas del alba. Los chopos de las orillas agachaban sus copas hacia la resurrección del mar que vino a visitarles, con un horizonte de abanicos desplegados, en una nevada de copos de colores.
Después, el poeta se dio la media vuelta y se fue lentamente, con su sombrero de nubes y su traje de nardos pensativos. Pero en el río quedó el temblor de una emoción hecha historia que, de vez en cuando, en los días de frío, cuentan las orillas del río. El día en que no fueron nada para que su río fuera todo. Con la ayuda de un poeta que se perdió en las huellas oscuras del tiempo, en un silencio de recuerdos azules, en aquel día de hojas secas bailando inviernos en un aire de versos.
A mitad del camino de la ausencia, una libreta perdida se ahoga en el tiempo. Para que no sufra, para que sus hojas no sucumban a la muerte de los calendarios, que mata los días con su katana de papel, las orillas del río han enviado a dos ranas montadas en dos sueños de mar, que hacen guardia en un pasillo de lirios encendidos. En la senda del poeta perdido.
Hasta que el poeta vuelva. Hasta que el poeta regrese y ordene que la fantasía se haga realidad.
Texto © Felipe Espílez Murciano