El escritor

Andrés, joven de provincias, como decían antes, estaba dispuesto a ser un gran escritor; pensaba que sí se marchaba a vivir a Madrid, donde habían vivido los grandes de las llamadas generaciones del 27 o del 98.  Estaba convencido que no podría llegar ni a la suela del zapato a ninguno de ellos.

Tenía dos predilectos, Unamuno y Machado de los cuales absorbía cada día sus libros en la biblioteca de su ciudad.

Nada más llegar a Madrid y tras buscar una pensión donde el alojamiento fuese económico, decidió ir al famoso Café Gijón, muy bien reflejado en la célebre novela de Cela “La Colmena”.

Nada más llegar, se sentó en una de esas mesas de mármol pidiendo un café al camarero que solícito se apresuró a servirle.

Admiraba el entorno, las paredes forradas de madera, las fotos colgadas en las paredes de tantos famosos que pasaron por allí en diversas épocas, pero lo que le disgustó fue la presencia de tanto turista, que solo hacían fotos del local, se tomaban un café o una caña y se marchaban, sin saborear el ambiente intelectual que a él le atraía sobremanera.

Después de esa experiencia, decidió que no sería el lugar adecuado para escribir, el trasiego de gente no le dejaría pensar.

Empezó a callejear por Madrid, algo que no le disgustaba en absoluto, no obstante, asomaba la cabeza por aquellos lugares donde hubiera un buen sitio para su pretensión. En algunos, tenías que ser socio para poder acceder y claro, sus recursos económicos no se lo permitían.

Siguió caminando hasta que, en plena calle de Alcalá, justo enfrente de “El Retiro” lo encontró.  Estaba fatigado a la vez que sediento y decidió entrar en ese local, cafetería y restaurante, que en principio no llamaba la atención.

Al bajar esos seis escalones que daban acceso al mismo, vio lo que tanto le gustaba, paredes de madera de nogal, mesas de mármol con esas patas de hierro forjado, las sillas metálicas y el techo bordeado por un friso de escayola. La luz del día pasaba por esas ventanas a pie de calle, por las que nadie miraba. No había nada moderno salvo lo que en ese tiempo era ya necesario para el servicio. Sintió un placer inmenso y como no estaba preparado con el cuaderno, lápiz y goma de borrar para comenzar a escribir, se dijo: “mañana volveré y aquí escribiré la mejor obra de todos los tiempos”.

Al día siguiente a las nueve de la mañana como un clavo, estaba ya sentado en una mesa de un rincón, donde tenía intimidad, estaba deseoso de empezar.

Pero claro, las musas no llegan cuando tú quieres, llegan en cualquier momento, en el metro, el autobús o incluso sentado en un banco, el lugar no es el todo, puede ser un complemento, pero nada más.

Pasaban los días y no dejaba de garabatear en su cuaderno sin tener nada con sentido.

Hasta que una mañana, entró una joven muy atractiva acompañada de un señor de mediana edad. En ese momento le empezaron a bullir historias con respecto a la relación que uniría a esa pareja, al vestuario que ambos llevaban, la conversación que en voz baja mantenían.

Con todo ello comenzó a escribir y a escribir, la historia iba tomando forma y estaba satisfecho.

Al día siguiente esperaba expectante la aparición de esa pareja y llegó. La dama llevaba otro tipo de vestimenta, el caballero, más o menos igual, la diferencia que encontraba era en la camisa y la corbata. No estaba mal.

Así día tras día, el construía su novela y ellos ajenos a lo que provocaba su presencia en ese joven que se sentaba siempre en el mismo rincón, y que era nada más y nada menos que su primera novela.

Llegó un día en que no aparecieron, ni al siguiente, así varios días. En su impaciencia, el joven escritor preguntó al camarero:

– Conoce Ud. a la señorita y el caballero que suelen venir todos los días a tomar un café aquí.

– Claro que sí son clientes de toda la vida, viven aquí cerca, en la calle de Claudio Coello.  Pero lamentablemente, por lo menos el caballero ya no vendrá más. Hace tres días que sufrió un infarto y se acabó su vida.

– ¿Y la señorita que le acompañaba?

– Es su sobrina, que vivía con él para cuidarle, dado su delicado estado de salud. No ha vuelto a venir y la verdad es que me hubiera gustado darle el pésame.

El joven escritor, cabizbajo volvió a su rincón, pensando en cómo continuar su libro. Pasaban las horas y lo único que hacía era pensar en la joven. Después de comprobar que sólo escribía tonterías, decidió dejarlo por ese día y salir a dar un paseo por El Retiro, seguro que le vendría bien.

Entró por la puerta de acceso al parque situada en la plaza de la Puerta de Alcalá, le gusta entrar por ahí, subir unos pocos peldaños que le dan paso a esa explanada con un parterre central, plagado de flores y por los dos laterales las estatuas de todos aquellos reyes, cuyo destino inicial era el Palacio Real, en los bordes de los aleros del mismo, pero ojo, como se podía caer el techo del palacio por el peso, pensaron ponerlas en el alrededor de la plaza de Oriente, pero eran demasiadas, así que optaron por colocarlas en El Retiro. Al pasar por allí se sentía arropado por tanto rey.

Siguió por ese camino dirección al gran estanque y al llegar a él, sus ojos se fijaron en esa figura femenina tan conocida por él, después de pensarlo unos minutos se decidió a acercarse para darle el pésame por el fallecimiento de su tío.

– Buenos días, perdone señorita que me acerque a Ud., quería darle el pésame por el fallecimiento de su tío. Los conozco de la cafetería que hay en la calle de Alcalá donde me siento todos los días a tomar un café o varios a la vez que intento escribir un libro.

– Buenos días, gracias por sus palabras. Es muy amable.

– Ya le he reconocido, nos fijábamos en Ud. y mi tanto mi tío como yo, nos preguntábamos qué hacía allí con ese cuaderno.

– Entonces ya tiene la respuesta, intento escribir un libro y al fijarme en ustedes, empecé a inspirarme en una historia.

– ¡Qué bonito…! ¿me dejará leerlo alguna vez…?

Claro que se lo dejó leer, y no sólo eso, a partir de entonces comenzó el libro de su vida, el mejor que pudieron escribir.


© Texto y fotos:  Maruchi Marcos Pinto

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