El escritor
No estaba seguro de la fecha, pero podía acercarse a ella por los recuerdos que permanecían intactos: la casa que abandonó en aquella primavera consciente de la infancia, los cuentos de la abuela que murió siendo él tan niño y las historias de la guerra que en voz baja contaban los mayores. Entonces, desde entonces, supo su vocación: escribiría.
La vida, que no siempre corre paralela con el tiempo, le ofreció, desde aquel rincón del viejo Madrid donde estaba el kiosco callejero de «Libros de viejo» del que subsistía, los personajes y los relatos que a veces imaginó a partir de frases entrecortadas de conversaciones ajenas. Momentos, instantes robados que soñaba atrapar dejando constancia escrita de su existencia. No, no lo hizo. Sólo escribía en el viento, a pesar del compromiso contraído de antiguo.
Pasaban los años sin intentarlo, y aun así mantenía la certeza de hacerlo. Aún fantaseaba con ese sueño de infancia. Al fin y al cabo, sacaba tanto de lo que leía, que soñaba con que otros conocieran su testimonio impreso de haber vivido arropado entre historias. Lo sentía como una deuda de agradecimiento con los autores de los que fue apurando la savia, todos ahí, a su alcance, encerrados en esos ejemplares de pastas descoloridas que tantas manos acariciaron antes; autores a los que, en su delirio de escritor frustrado, imaginó que sólo escribieron para él. Quién, si no los libros, fueron su tabla de náufrago en tiempos difíciles. Días y días entregado a la lectura mientras esperaba la llegada de clientes que valorasen su preciada mercancía, y, todo el tiempo del mundo para evadirse de la realidad adentrándose en caminos de fantasías ajenas. Los libros le salvaron, y siempre mantuvo la idea de saldar la deuda pendiente con los autores que lo elevaron de la rutina, escribiendo sus propios libros, pero no lo hizo. Se fue llenando de excusas, todas resumidas en la falta de tiempo, y el rechazo al vacío de la página en blanco, mientras las historias fluían en su cabeza, en las pesadillas nocturnas y en los paisajes más allá de lo cotidiano de su existir anónimo. Los relatos se acumulaban empujándose por ver la luz, pero, siguió llenando el vacío con lo no escrito, sin oír a los personajes que le gritaban la razón de su inexistencia: miedo-miedo-miedo.
No escribió por miedo al fracaso de quemar el último recurso y no encontrar el horizonte imaginado, cada vez más y más lejano. Miedo a romper el cristal protector de aquello que tanto ansiaba, miedo al blanco del papel que como monte nevado desafía al intruso. Miedo a que te lean, a que no te entiendan, o a que te entiendan demasiado. Se comportaba como si tuviera la posibilidad de otra vida para decir lo que quiso contar en ésta, y no lo hacía.
El tiempo pasó. El escritor que soñó ser y no era, cuando la vida se le escapaba de natural, de puro viejo, se atrevió a intentarlo, y… Por fin… Escribió. Un solo libro con cuatro historias duras y reales. Contadas con la delicadeza de una madre primeriza hacia el hijo deseado; humanas y desgarradoras como la melancolía. Cuatro relatos a modo de resumen de todos los que quiso hacer. Al fin fue capaz de vencer el miedo en esas tramas breves, que lejos de ser una representación abigarrada de todo lo acumulado, resultaron etéreas a la vez que duraderas. Cuatro cuentos como la más pura expresión de la sensibilidad humana: frágiles, fuertes, delicados y eternos como la música que no envejece. Concibió una obra desde lo más profundo de sus sentimientos. Perdurable como sólo persiste la belleza mas allá de la muerte. Fue capaz de cumplir el sueño venciendo las pesadillas de la no existencia de sus personajes.
Cuando tuvo entre sus manos el ejemplar de su obra, y pudo colocarlo arropado entre los escritores consagrados que le ayudaron en la travesía, sintió la culminación de su vida. El viaje estaba hecho. Luego… Su tiempo se extinguió entre la niebla, tras la cortina de lluvia de la existencia. El escritor partió. Siéndolo.
En recuerdo de Alberto Méndez, autor de Los girasoles ciegos.
Texto y fotografía © María Cruz Vilar