El forastero
Vaya si no puedo hablar, sólo pensar, y eso. Estoy perdida en el laberinto de una frase impronunciable, dando vueltas en U alrededor de tu nombre sin conseguir nombrarte, peor aún, sin descubrir la verdadera razón de este suceso.
Me acerco a la ventana; las gotas de lluvia golpean mi conciencia hasta sumergirla, hasta dejarla en apnea total. Fue un error permitir que invadieras esta casa. La huella de tu paso parece multiplicarse, tú no eres de aquellos que se hacen olvidar.
Mi rostro se refleja en las vidrieras, una arruga me jala el pensamiento, luego una gota de lluvia me surca de principio a fin, partiéndome el rostro en dos. Me siento graciosa; soy la nueva princesa del invierno, con los párpados vencidos por la inclemencia del tiempo y por ti.
Abro la boca, pretendo decirle algo a mi madre quien me mira desde su mecedora, pero es inútil, no puedo emitir palabra. Es más; llevo varios días sin comer, apenas logro beber algo de agua y respirar. Tu nombre vuelve a sonar en mis oídos, siento rabia al no descifrarlo. Eres un forastero, forastero tal vez sea la mejor forma de llamarte.
Llegaste un día de esos sin esperanza, como no la tiene poblado en el mundo de cuatro personas viviendo entre sí, sabiéndose la vida de un rezo. Fuiste bienvenido inmediatamente. Aún siento tu galope al filo de los cuatro vientos acercarse presuroso. Tenías hambre y frío. Mis padres estaban alegres, suele ocurrir así cuando alguien cruza la frontera y pide alojamiento. Había un gran banquete en tu honor, estabas halagado. Eras todo un señor, con sueños de frontera a lomo de esperanza. Me miraste, ¿tendrías novia?, qué más daba. Importante era que dejaras una gota de vida en este rincón del mundo para empezarlo de nuevo.
Palpo los vidrios con los largos dedos, apenas siento el frío en la punta de mi desilusión; vuelves a estar, sonriente, juegas cartas a orillas del fogón, yo hablo sin parar; es la alegría de tu llegada, la alegría de haberme convertido de pronto en un extraño instrumento de sentir; de sentir hasta acalorarme la vida, hasta querer estallar en mil pedazos.
Mi padre y tú entablaron amistad. Galopaban juntos, mientras ayudaba a mamá a preparar la cena. ¿Te quedarías? imposible saberlo. En este lugar sólo habita el silencio, cuando no se harta de sí mismo. Pero tú supiste desde niño tolerar las adversidades, eso te daba grandes posibilidades de quedarte. Y si te hubieras marchado sólo por cansancio, habría comprendido, desde el fondo de mí, sin egoísmos.

Mi madre me pide que coma algo, niego con la cabeza. Pronuncio un sonido con dificultad, más bien parece el quejido de un moribundo. Ella está preocupada, jamás me vio en este estado. Durante los días de lluvia no hay médico alguno que pueda devolverme la salud. Coge el rosario, reza en mi nombre, siento ganas de llorar, pero las lágrimas también me abandonaron. Estoy vieja, ¿será eso? Vieja de veras no estoy, pero ya pasó el momento de buscar algún novio galopando la colina. Hoy sólo queda la lluvia y los recuerdos, los recuerdos que pesan en el alma como montañas de roca.
Debiste escapar, huir después de aquella noche en que corriste a mi lado. Me hablaste despacito en medio de la oscuridad, para que mis buenos padres no se enteraran. ¿Por qué no sentí a Dios jalar mis orejas cuando me pregunté si hacía lo correcto?
Llovía copiosamente, como hoy. Cogiste tu manta y me envolviste con tus brazos poderosos. La luna se había replegado bajo las nubes grises, sin embargo, para mí, todo resplandecía sobre la paja que tapizaba las caballerizas. Habías llegado al fin, después de esperar una vida que cruzaras la frontera.
Mi madre reza más fuerte cada vez, debe haber notado esta creciente palidez. Ella no entiende que se trata de algo transitorio, vendrá otro día y lograré reponerme.
Pensar que en poco tiempo te volviste uno más de la familia. Eras un buen herrero y sabías de agricultura; seguro viviste en el campo miles de vidas. Aparte de esto, tu pasado era un libro cerrado con broche de hierro y cuando creí haber descubierto algunos secretos, me golpeaste en plena cara con tu actitud. ¡Vaya si me amabas! No quiero pensar cómo habría sido lo contrario.
La idea del matrimonio no fue del todo tuya, debo reconocer mi parte de culpa, pues yo misma pedí nos concedieran mayor libertad, para no ser prejuzgada por escapar contigo de vez en cuando, montada en pelos de un potro salvaje, creyendo haber encontrado el paraíso. Entonces no callaba como hoy, tampoco pasaba horas mirando por la ventana, recordando cuando me besabas en la cocina y sonreías tan niño, ofreciéndome esta vida y la otra.
Mi madre está a punto de terminar su rosario, un rosario que también fue herencia de familia, y lo único que logramos rescatar de aquel pequeño cofre. En pueblos como este, lejos del burocrático mundo de los bancos, toda la gente tiene su pequeña fortuna bajo el colchón.
Una vez más intento pronunciar tu nombre, pese a no lograrlo, noto un avance en mi estado, pues al verte en aquel rincón (sin que estés por supuesto), comienzo a llorar. Llorar es bueno porque nos oxigena la razón, eso decía mi padre después de lo ocurrido, después de haberte confiado todos nuestros secretos.
La lluvia va bifurcándose en hilos cada vez más pequeños y forma en el vidrio un enrejado de historias; quizás sean las historias que dejaste olvidadas antes de marcharte aquella noche: a hurtadillas, sin aviso, como una maldita rata.
Apego mi rostro contra el vidrio, mis manos, mi cuerpo y todo lo demás. Me dejo empapar de agua, me dejo empapar de ti, aun sabiendo que nunca vendrás para saberlo. Ahogo un suspiro; la frustración de traer a la memoria tantos nombres conocidos sin identificar alguno, produce gran cansancio.
Mi madre termina de rezar, besa el rosario, irradia piedad desde el centro de su reflejo. Reparo en la pobreza de sus ropas. Somos pobres ahora, más pobres que de costumbre. Entonces se hace en mi mente la luz de una palabra y logro susurrar finalmente: Ladrón…, y ya no me interesa saber cómo te llamas.
© Roxana Heise
Imágenes: Encima de la niebla