El hombre de los sueños
Aquella mañana María, se levantó colmada de alegría, se sentía contenta, esperanzada, rebosante de ánimo y llena de propuestas para su futuro más inmediato. Sí, la noche había sido danzarina, excitante, hermosa…
Aquella noche obtuvo un regalo muy especial, había sido similar a una noche de Reyes. El hombre de los sueños le había regalado un nuevo sueño cargado de significados.
Durante los muchos años de su ya larga vida, en contadas ocasiones el hombre de los sueños le había ofrecido un obsequio tan especial como en esta última, tanto, que le pareció un premio excesivo, ya que toda su vida estaba configurada por retazos de mala suerte, densas esperas, afiladas contrariedades, agónicas incomprensiones y alguna paradoja como la de soñar despierta con un mundo feliz y muy distante de ella.
La noche que soñaba, al despertar, lo primero que hacía era escribirlo y describirlo pormenorizadamente una y otra vez, hasta llegar a la precisión más completa y exhaustiva de todos esos pequeños hechos que se quedan ocultos, rezagados, agazapados en un rincón de su cansada mente, y que en ocasiones se omiten por pequeños o descabalados. Esos instantes que, tras mucho pensar, quedaban al descubierto, estaban cargados de un extraño placer especial que hacían de las noches oníricas una experiencia única. Aquel análisis le proporcionaba a María una fuerte sensación de estar capacitada para apoderarse de la realidad nocturna. Lo escribía a conciencia, repasaba cada párrafo y volvía a reescribirlo acumulando mayor número de datos, cada vez más precisos e inconcretos. Así, hasta que llegaba a ser tal y como ella lo había visto, sentido, vivido. Sin olvidar un solo instante, un solo gesto, una sola situación, una sola conversación, por muy absurda que en un principio pudiera parecerle. Una vez acabada la transcripción había que dejarlo reposar, para unos días después leerlo despacito, impregnándose de cada una de las situaciones y detalles por imperceptibles que pudieran parecer estos, y luego, cerrar los ojos y…, dejarse llevar nuevamente al centro del sueño.
Los tenía todos recogidos en unos cuadernos de tapas rosas, su color preferido.
Eran guardados según su relación con distintos lugares o personas. Entre todos esos cuadernos, su preferido era en el guardaba sus encuentros con Juanito, el hijo que se le fue con pocos años.
El hombre de los sueños, alguien que se acercaba a ella de vez en cuando, que no poseía rostro, solo mantenía unas facciones borrosas, inconcretas, que no poseía un cuerpo como el de cualquier humano, no, era solo una sombra brillante que en cada sueño adoptaba una forma, un color y un volumen distinto. A pesar de todo, María, estaba segura de que siempre era el mismo ser el que venía a visitarla y acompañaba en ese tan especial transitar onírico. Siempre era él el que le transportaba hasta la orilla de una playa inmensa con arena blanca, cálida, serena, sobre ellos un amplio cielo recorrido por densas nubes. Allí, Juanito y ella, reían, jugaban con las olas cargados por una profunda e indescriptible satisfacción. Recuerda añorante la única vez que pudo estar con su hijo ya adulto, allí, junto a las rocas le confesó a María, que tenía una hija que se llamaba como ella. Hablaron de muchas cosas, de su forma de comportarse y caminar la vida, de principios y valores… Algo ocurrió, algo sin importancia, quizá sobre cuál era el sentido de su vida…, algo le había molestado en su crítica a Juanito, quizá el seguir siendo Juanito. Nunca entendió por qué los que se fueron usan el tiempo y tienen ese sentido tan aferrado a ellos y a sus circunstancias.
Mucho después, en otro sueño donde las nubes pasaban por debajo del pico de la montaña donde le había llevado el hombre de los sueños, se encontró con su nieta, una bella criatura de ojos claros y llenos de ironía; era espigada, rubia, de facciones bellas y simpáticas, con una sonrisa amplia y sagaz. Nunca volverían aquella imágenes que recordaba con tanto cariño, esa chiquilla pareció asustarse por sus criterios y opiniones acerca de los ejes cartesianos, sobre si tenían un mayor valor la X o la Z, la horizontalidad o la verticalidad…
El hombre de los sueños nunca la hizo regresar junto a su nieta, tampoco disfrutó de estar por encima de las nubes, se convenció a sí misma que el brillo del sol hacía variar la lógica de su criterio y eso hizo que la niña no volviera.
Tomó el último cuaderno, lo abrió por la última página escrita, sacó la pluma de tinta verde, apuntó la fecha, comenzó a llover mientras recordaba pausadamente y apuntaba todo lo ocurrido en cada momento, durante aquella noche:
El hombre de los sueños había llegado caminando desde lejos, ella lo estuvo esperando un buen rato con creciente ansiedad, él vestía la mar de elegante; un traje en tono azul marino, con olas en la solapa y en los bolsillos de la chaqueta, sus botones eran cormoranes y delfines, por el pantalón se precipitaban largas cascadas de agua espumosa y fría. Unas sombras verdes a cada poco recorrían su rostro, eran pequeñas posidonias. Esta vez sí tenía voz; era grave, profunda, agradable, melódica y sincera, recordaba a la de Sinatra cantando: Stranger in the night.
Acompañó a María, como en otras ocasiones, hasta el lugar donde crecen los sueños: la playa de fina arena donde todo el agua era turquesa y blanca la arena. Esta vez se vio rodeada de gente, casi todos los rostros que se cruzaban con ella le eran familiares, aunque advirtió al momento que esas caras estaban cargadas de un algo muy especial que no supo definir al instante. Todas aquellas personas se desplazaban por la misma calle, en una misma dirección. El hombre de los sueños la llevó hasta el final de ella, allí había una tapia de cuatro metros de largo por dos de alto, había un cartel pegado a cada extremo del muro que iba ganando altura constantemente, en el cartel más lejano se podía leer una sola palabra: “Respeto”, en el extremo más cercano a María pudo leer en el cartel la palabra: “Tolerancia”.
La gente se agolpaba en el creciente muro para atravesar el cartel más alejado, luego, al poco tiempo, quizá el tiempo de ver cientos de brillantes estrellas en el firmamento de su izquierda, salían por el otro extremo.
Observó que, todos, al entrar lo cruzaban con cierta reticencia, lo podía leer en sus ojos, pero cuando salían atravesando la palabra Tolerancia, su mirada era otra, estaba limpia y reconfortada por una mayor aceptación personal.
El hombre de los sueños acompañó a María hasta el cartel en el que estaba escrita la palabra: “Respeto”, la colocó en la fila, iban entrando despacio, temerosos por ese tremendo paso que iban a dar. Según pasaban depositaban en un ancho pozo todo lo que les pesaba: odios sin fundamento, prejuicios sordos, reproches sosos, rencores infundados, vanidades desclasificadas, frustraciones sin referentes, suspicacias rastreras y egos rancios, que se acumulaban como accesorios inútiles sobre sus virtudes. Tras quedarse desprovistos de ellos, esas vidas parecían tener menor peso y mayor volumen, caminaban con más agilidad y salían con nuevas expectativas sociales y humanas, traspasando el cartel en el que estaba escrita la palabra: “Tolerancia”.
A María todo aquello le pareció tan insólito e irreal como el sueño mismo.
El hombre de azul, con olas de mar en sus bolsillos y delfines en los botones, la miró con candor, la tomó por el hombro y la sonrió mientras le decía con voz muy queda: Hay muchas personas que caminan durante lustros en busca de la posibilidad de mejorar, pero no encuentran este lugar. Tú has tenido la suerte de conocerlo ahora. Cuando por la mañana te despiertes, puedes hacer lo mismo que ves hacer a todas estas buenas gentes.
Su noche de Reyes, había sido mucho más que un instante desconcertante, pero menos que un momento atrapado entre verdades. Aquello que escribía le estaba dando la posibilidad de enfrentarse a una existencia mejor, más humana para ella y también para su entorno, a pesar de que las diminutas gotas de lluvia habían mojado la tinta verde y era imposible leer lo que allí había escrito.
Se sentó en el sillón de orejas que usaba su padre, cerró los ojos y comenzó a meditar. Enseguida se quedó dormida
En aquel momento vio como comenzaba a llover con fuerza ante ella, luego, unas enormes bolas de granizo se estrellaban contra el muro, que ya había crecido muchos metros, este se fue derritiendo, desmoronando hasta convertirse en un montón de escombros que el intenso viento se encargaba de dispersar.
María y el hombre de los sueños se miraron por un momento que contenía una cantidad de tiempo indefinido, ella no veía lo que decían sus ojos, como siempre, su mirada estaba borrosa, pero adivinó lo que querían decir. Una expresión de júbilo se mezcló con el viento del norte y este la acompañó hasta su habitación, donde le estuvo acariciando el pelo hasta que sonó el despertador.
La noche había concluido y se había llevado el sueño a descansar hasta otra ocasión.
María se levantó de la cama de un salto, tomó el cuaderno rosa y el bolígrafo que estaban sobre la mesilla y se dispuso a escribir el sueño de aquella noche. Una vez transcrito y poco entendido, como siempre, se dirigió a la cocina, encendió el horno, en una fuente larga y ovalada de barro, metió todo atisbo de altivez, prejuicios, egolatría…, y lo introdujo en el horno, después se fue a duchar y al momento vio como al agua que recorría su cuerpo se le adherían unas motas, al principio minúsculas, que se unían a las burbujas de jabón, caían juntas a la bañera y eran tragadas por el desagüe; eran, pensó, partículas de incomprensión, rencor, envidia… Era divertido el ver como se desprendían esas esferas sucias, cada vez más grandes y oscuras, acompañadas de otras más resbaladizas como la ignorancia o la obstinación y se ahogaban en aquel chorro de agua. A cada momento María se encontraba más feliz y cercana a algo que había olvidado hacía tiempo; la comprensión hacia los otros y hacia sí misma. Cuando creyó que su cuerpo había eliminado todo aquello que le sobraba, se secó, luego, se vistió con vivos colores, se dejó el pelo suelto y se marchó a la compra, como todos los días. Dejó el horno encendido, churruscándose lentamente lo que había puesto en la fuente.
Ya en la calle se sentía flotar, la sonrisa emergió en su cara y vio que los demás viandantes le respondían con el mismo gesto, daba igual que fueran morados o rojos, verdes o marrones, blancos o negros.
Fue en ese momento cuando María, comprendió que ese había sido el mejor regalo que le había hecho el hombre de los sueños. A partir de ese momento creía estar preparada para volver a hablar con Juan su hijo y con María, su nieta.
Sacó el teléfono del bolsillo, llamó a Juan, lo primero que hizo fue pedirle perdón por no haberle sabido comprender, luego le mandó un beso a su nuera… Lo mismo hizo con su nieta. Tras invitarla a comer su plato preferido, aunque la pasta no fuera de su gusto.
Ya no volvería a escrutar al mundo con intransigencia, debían alejarse los sentimientos de prejuicio e incomprensión. Dejaría campar a su libre albedrío los sentimientos que estaban tan escondidos y encadenados en la cueva del orgullo mal digerido: Respeto, Tolerancia, Confianza, Equidad…
A pocos metros de María pasó un coche con las ventanillas abiertas, en su radio pudo escuchar My way.
© Texto: Emilio Meseguer Enderiz
© Imagen de Luis Zambrano en pexels