El ladrón invisible (I parte)
Un día, Nacho regresó de la escuela y no encontró la televisión en la juguetera. Se preocupó, obviamente, ante la pérdida de semejante mundo, tanto, que su madre al llegar a casa esa tarde, lo vio con la mirada triste y los codos sobre la mesa. Ella le preguntó qué le sucedía, y el niño, todavía tartamudo con algunas sílabas, le hizo saber su pesar.
A la mañana siguiente, de camino a la escuela, se encontró con una de sus compañeras de clases. Nacho le preguntó si en su casa no le hacía falta alguna cosa – Solo el control remoto – dijo la niña, – porque mi papá lo tiró contra la pared un día destos de tan bravo que estaba… Y creo que tampoco tenemos más carne de res, ¿por qué? – le preguntó a Nacho, quien atento, le comentó que un ladrón misterioso había entrado a su casa la mañana anterior, mientras estaba en la escuela y no había nadie, para robarle el televisor.
La niña avispó los ojos al escuchar aquella historia.
Ese día, de vuelta a la casa, la hermana mayor de Nacho, Estela, abrió el cofrecito que una de sus tías le había dado con motivo de sus quince años. Ella notó algo extraño al nomás abrirlo. De inmediato, fue en busca de Nacho y preguntó si él había husmeado en sus cosas, o peor, si había tomado alguno de los objetos que guardaba celosamente en el cofre, pues el anillo de quince años, el que le regaló su madrina, y estaba bañado en oro con tres piedritas frontales brillantes, no estaba.
-No he tocado nada – aseguró Nacho a su hermana.
Pero Estela lo miró con desconfianza.
-¡Ha de haber sido ese ladrón otra vez! – protestó Nacho.
-¿Qué ladrón? – preguntó Estela con las manos en la cintura.
-Del que me habló mi mami anoche.
Estela vio a su hermano y pensó que estaba loco.
-¡De verdad, Estela! ¡Te digo la verdad! – dijo Nacho, al ver a su hermana regresar a su habitación para seguir buscando el anillo.
Cuando la madre regresó de trabajar ese día, encontró a Estela preparando la cena y a Nacho sentado en una silla del comedor, dándole teorías de cómo el ladrón pudo entrar a casa, pero el niño podía sentir, a través de la mirada de su hermana, que ésta no le creía ni una sola palabra, por lo que puso al tanto a su madre sobre lo sucedido para que le ayudara a solucionar el misterioso robo.
El siguiente día, la señorita Dalila dictaba la clase con su habitual falda hasta la rodilla y su postura medio encorvada. A cada estudiante del salón lo dividía un pupitre, lo que le permitió tener una vista panorámica de lo que hacían los alumnos que tenía al frente. Así fue cómo se percató de la expresión lúgubre de Nacho, cuyas mejillas se sostenían sobre las manos y lo hacían ver más cachetón. El niño tenía la vista puesta en el piso y no escribía.
La señorita Dalila dejó de pasearse de un lado a otro y se paró al medio del salón, cerró el libro del cual dictaba y enganchó sus lentes al cuello de su vestido amarillo. Cruzada de brazos se dirigió a Nacho, para saber por qué no tomaba el dictado como todos los demás. Entonces él le contestó:
-Señorita Dalila, va a disculpar usté, pero es que estoy preocupado, porque ayer se metieron a robar a mi casa mientras yo estaba en la escuela.
-¿Otra vez se metieron a robar a tu casa, Nacho? – preguntó la misma compañera a la que le había comentado el asunto la vez anterior.
Nacho asintió con la cabeza.
-Ese debió ser el que anda en los techos todas las noches – continuó la niña – Mi mami dice que le dicen El Michi, porque dice que los vecinos dicen que salta de un techo a otro como si fuera un gato.
La señorita Dalila se sorprendió ante la precisión de los argumentos que daba la niña.
-¿El Michi? – se atrevió a preguntar, de pie frente a todos, medio aislada de la conmoción de sus alumnos.
-Sí, señorita – respondió la niña – Así dicen que le dicen, que un gato quizá lo aruñó y por eso se convierte en gato en las noches. Yo ya lo he visto – aseguró.
-¡Mentirosa! – exclamó otro niño que estaba al fondo del salón – Ya vas con tus mentiras. ¡Cómo te gusta llamar siempre la atención!
Y se formó un fuerte debate en el salón de clases debido a la poca credibilidad en los señalamientos de la niña, excluyendo, de nuevo, a la maestra y a Nacho de la discusión. La señorita Dalila, al ver la emoción de sus alumnos en torno al tema, decidió sin más continuar con la clase.
-¡Silencio! – ordenó tras unas fuertes palmadas – ¡Silencio ya! Vamos a continuar.
Todos volvieron su mirada hacia al frente y se hizo un silencio solemne. La señorita Dalila buscó su escritorio para tomar asiento y continuó con el dictado desde ahí. Al hacerlo, alcanzó a ver a Nacho con la misma actitud en su pupitre, y fue durante el recreo que ella ahondó más en el asunto, cuando se encontró al niño con la cabeza enterrada sobre los brazos.
-¿Nacho? – preguntó ella – ¿Qué te pasa?
Pero no obtuvo respuesta.
-¿Te sentís mal, Nacho? – insistió.
-No pasa nada, señorita Dalila – contestó él sin elevar la vista – O bueno, ¿alguna vez usté se ha sentido incapaz de hacer algo por los demás?
La señorita Dalila prestó atención.
-Muchas veces, Nacho – respondió – Muchas veces.
Nacho levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de su maestra.
-Estoy triste porque no tengo tele en la casa.
-Bueno, pero mucha gente no tiene televisión, Nacho; y a veces, es mejor no tener una.
-Pero no es eso lo que de verdad me preocupa. Ya sé que mucha gente no tiene televisión en su casa, mi vecino no tiene televisión en su casa; dice que eso le controla la mente a las personas, que las vuelve locas, pero todos en el pasaje dicen que él es el que está loco.
-Entonces, ¿qué es lo que te preocupa? ¿Es el asunto del supuesto ladrón que entró a tu casa?, ¿tus papás ya le dijeron a la policía?
-Mis papás no confían en nadie, señorita Dalila. Igual, no creo que los policías puedan encontrarlo, ¿sabe por qué?
-No, no sé.
-Porque es bastante inteligente. Ese ladrón es invisible.
La señorita Dalila lo miró extrañada.
-Y no solo se ha llevado la televisión de mi casa – siguió Nacho – También le robó el anillo de quince a mi hermana.
A la maestra, todo le empezó a parecer sospechoso.
Continuará…
© Edgardo Romero
Imagen de Moritz Bechert en Pixabay