El ladrón invisible (II parte)

Había algo en la casa que le gustaba mucho a Nacho: La mecedora de su abuelo que solía estar a un costado de la sala, la única herencia que el anciano pudo dejar a sus nietos.

Por la tardes, Nacho ponía una almohada para echarse la siesta cuando terminaba rápido las tareas; una vez dormido, el suave balanceo de la mecedora daba la sensación de que era arrullado en los brazos de su abuelo, y debido a que estaba cerca de la ventana con vista al pasaje, el vientecito que a veces se venía le contemplaba la cabeza de la misma manera que lo hacía él cuando se quedaba dormido sobre sus piernas.

Pero un día, sin siquiera percatarse a tiempo, no había más mecedora para tomar la siesta, tampoco licuadora ni el viejo microondas en el que Estela solía calentar rodajas de pan para acompañar el café que le gustaba tomar por las tardes. Faltaban dos sillas del comedor y los padres de Nacho empezaron a tomar la cena en el sillón, silenciosos, con la vista puesta en el vacío que la televisión había dejado en la juguetera hacía ya semanas.

Así corrieron los meses, a lo mejor desparecieron más cosas de la casa sin que Nacho se diera cuenta, y de las que sí, se lo comentaba a la señorita Dalila durante los recreos de la escuela, pues ella siguió prestando atención al estado de ánimo del niño. Estela, por su parte, parecía más irritada cada día, al igual que sus padres que casi todas las noches discutían hasta pasada la medianoche. Si bien, las fuertes discusiones empezaban cuando los niños ya estaban en cama, Nacho siempre escuchaba todo escondido bajo la cobija. Los sollozos de su madre irrumpían la quietud del sereno y encogían el corazón.

Una noche de esas, Estela y Nacho se quedaron despiertos hasta quién sabe qué horas de la madrugada. El reflejo de la luz de la cocina se asomaba a las ranuras de la puerta de la habitación que ambos compartían. La madre parecía estar en vela.

– Estela… – susurró Nacho – ¿Estás dormida?
– No – contestó ella sin moverse – ¿Y vos? – preguntó.

Nacho se levantó a medias de la cama.

– ¿Vos qué crees? – le respondió con cierto sarcasmo – Estela, ¿no te enoja todo esto, que alguien entre a la casa a robar lo que es tuyo?
– ¿Qué hablas, niño estúpido? Nadie ha robado nada aquí.
– ¿Y tu anillo de quince, pué? ¿Ya lo encontraste acaso?
– No, mi mamá todavía no me lo ha devuelto. Dice que hasta el próximo mes.

Nacho no entiendo.

– ¿Hasta el otro mes?, ¿cómo así?

Estela se cobijó hasta la cabeza, y antes de pegar un gran bostezo, le dijo:

– Dormite ya, niño estúpido.

Continuará…


Si desea leer la primera parte de «El ladrón invisible» siga el siguiente enlace:

El ladrón invisible (I parte)


© Edgardo Romero

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