El Licenciado Roberto Barrios
Se sabía que andaba mal porque empezaba a interesarse en los resultados de los partidos de fútbol. Ese era el profesor Roberto Barrios. Sí, señor, nunca nadie pensó que fuera a terminar de esa manera. Sabrá el lector que el licenciado Barrios enseñaba francés en el colegio la Sagrada Familia, del norte. No se negaba que su trabajo era bien complicado: ocho horas al día, 40 a la semana. Preparaba clase entre las diez y las doce de la noche, para poder disfrutar de su lucidez inducida por la cafeína. Exhibía orgulloso a todo el que lo visitaba con fines académicos ciento veinte cuadernos de clases planeadas. Oro, señores, decía el aprendiz de maestro, el tal Leonardo. En cada clase planeada dejaba consignados tiempos, temas, objetivos, actividad uno, actividad dos… actividad diez, evaluaciones y planes alternos de la A hasta la D. Tres libros se leía Roberto Barrios, muy estrictamente en el mes. Uno cada semana, con un límite mínimo de veinte páginas por día para alcanzar su objetivo. Así, se leyó El Quijote diez veces; el Cantar del Mío Cid, tres; La Celestina, cinco; Mar de historias de Fernán, 3; Diana, de Montemayor, 4. Lenitivo fue para el maestro Barrios leerse la historia de la literatura española toda y se fijó como objetivo leerse por lo menos una obra por época. De este modo lo cultivó fielmente sin dejarse perder en otras acciones menos dignas, como el aseo de su habitación alquilada en la pensión de Dolores Freinet. Fue quizás de mayor entrega sus lecturas de Miguel Delibes, principiando con la primera obra publicada y siguiendo a riguroso curso su cronología de publicaciones. No pasó inadvertida tampoco la vida y obra de José Mallorquí. Leyendo a estos dos perdió a su novia, según ella, porque el profesor Roberto –y esto, penoso como puede ser, hay que decirlo- al siguiente día, después de estar leyendo uno de los libros durante toda la noche, tan solo regulado por el intervalo entre termo y termo –veinticinco pocillos de café cada uno-, al salir de la ducha, la confundió con una de los personajes.
En sus clases de francés, planeadas con tanto cuidado, se volvió radical. Qué clases comunicativas y otras falacias, dijo. Y después de considerar por largo rato el beneficio de los ‘neo’ –neocomunistas, neolatino-, decidió profesar en su didáctica el neogramatismo –con su componente de traducción, claro. Asumió todas sus consecuencias, pues determinó que no sería timorato ante las exigencias. Que había que tomar partido, advirtió mucho después, en una tertulia en el Café Valdivieso. Así pues, después de quince memorandos, el profesor Roberto Barrios fue despedido de la Sagrada Familia, sin prestaciones sociales por haber incumplido más de cinco cláusulas. Y es que aparte de cambiar por decisión unilateral el método de trabajo, la lectura desaforada le llevó a llegar tarde, a confundir estudiantes con algunos otros personajes o hacer pasar a algunos de sus compañeros como uno de los escritores para entrevistarle; salirse de clases para ver resultados de partidos de fútbol –esto cuando ya intuía que iba a ser despedido; reemplazar el retrato de quien fuera el fundador y primer rector de la institución por el fresco del escritor Eduardo Mendoza. ¡Ah pecados del profesor Barrios!
El día que se vio sin nada de dinero y encerrado en el sopor de su habitación en la pensión de Dolores Freinet, decidió vender todos los libros en el centro de reciclaje, a la vuelta de la esquina. Poco más de ocho dólares consiguió el licenciado y viendo al Mallorca que ya iba de capa caída para la segunda –tal vez reflejándose él ahí- que se enfrentaba contra el Celta Vigo, le ha apostado casi todo su dinero, tratando de hacer honor a ese verso de De Greiff, “Juego mi vida, cambio mi vida./de todos modos/la llevo perdida…”.
Aquel martes de junio, el Mallorca derrotó por cinco goles al Celta Vigo.
Escrito por J. Arciniegas
© Cruz Medina
Imagen de ddzphoto en Pixabay