El manuscrito
Todo empezó con el robo del manuscrito. Por supuesto al principio nadie en el pueblo se había dado cuenta. El presbítero Hernández se había tomado un tiempo prudente en decidir a quién informarle sobre el infortunio. Mi casa está al frente de la capilla, así que tuve uno de las mejores perspectivas para construir el asunto. Toda la vida, sin importar cuál sea mi ocupación de momento, me he dedicado dos horas en la tarde a mirar a través de la ventana. Aunque sí digo que he querido que El Zarco derribe los abedules de madera, porque limitan en demasía mi visión. Así que algunas veces no son muy exactas mis palabras, porque cuando la gente se pierde de mi campo de visión, las voces se truncan y debo suponer quién es quién. Bien. De acuerdo a las líneas que he trazado en mi cuaderno, el primero fue el Tuerto Gómez, el panadero de la esquina. Días antes –lo tengo documentado en el anecdotario 035- había llegado a la firme conclusión de que el presbítero coqueteaba con su prima, dada la conversación de doña Dolores y el ahora finado Marcos –también registrada en el anecdotario 201. Gracias a dios he podido tomar nota de esto. Para saber de qué están hablando una mujer y un hombre fuera del rango de mi visión no es tan difícil –aunque doña Jacinta, la del lechero, tiene una voz tan grave que la confundo con cualquier hombre. Así que por todo ello, el viejo Hernández se había sentido en confianza con Gómez. Bien. Empezar mal era la peor forma de una apertura, y así fue en su caso. El panadero no hizo cosa más que sugerir algunos nombres de los posibles ladrones, cuya lista no he logrado reconstruir completamente hasta hoy. Pues bien que el segundo que vi entrar fue el teniente Calzada. Tenía éste no muy buena fama por haber sido señalado de propiciar un despojo de tierra en la parte alta. A diferencia del panadero, el teniente sí actuó, pero –de acuerdo con los testimonios de las hermanas Silva y la costurera de la esquina- el manuscrito seguía sin aparecer. Fue el 3 agosto que encontraron sin vida a dos labriegos en la plaza del pueblo, claro, producto de la reunión entre el cura Hernández y Calzada. La profesora Suárez fue la tercera en ser llamada y en este punto, según comentarios cuyos emisores no pude determinar por ser casi en murmullos –confieso que dado el momento cumbre de la situación, quise dejar tirado el caso-, el viejo presbítero se había resuelto por menos fuerza y más sabiduría. Y es que el hecho mismo de la visita de la licenciada Suárez por sus avanzados estudios en ciencias sociales, tres maestrías en leyes, educación y pedagogía, y dos doctorados –con un tercero ya finalizado- ya ad portas de ser finalizados, lo confirmaba. Aunque la coja Susana, aseadora de la capilla y que ese día se encontraba en labores, aclaro yo, quiso dejar en entredicho todo esto al afirmar que había oído unos gemidos en la casa cural. Yo, por mi parte, no los oí. ¡Muy a pesar de haber escuchado el casete grabado aquél día cincuenta y seis veces! No les había referido lo del casete, claro, porque es una nueva estrategia. Lo vengo implementando desde hace un tiempo ya. Es increíble, puedo sentar a transcribir todo –aunque confieso que tomando notas en el momento en que hablaban las personas me había conferido el apelativo de la mano más rápida de la región –así que algunas veces tomo notas para ejercitarlo. Bien. Todos entonces esperábamos con mucha expectativa. Confieso que tuve que extender mi horario de trabajo ya no de dos horas sino de doce horas. Con estulticia me sentaba durante horas, empezando desde el medio día –lo que hacía el otro medio día es personal- hasta la media noche. Debo decir que antes de empezar el nuevo horario y ante el avance de la situación consideré contratar asistentes que me cubrieran desde la media noche hasta el mediodía. Pero entonces compartiría con alguien más mis investigaciones y ¡eso era impensable! Con mucho dolor, entonces, tuve que dejar lo que hacía el resto de medio día –lo que es personal- y decidí trabajar las veinticuatro horas. Sin duda alguna lo que le había dicho la profesora Suárez al padre Hernández tendría que arrojar sus frutos. El miércoles 7 de agosto empecé. Claro, tuve que disponer de nuevos elementos: tres termos de café negro en mi escritorio –tenía diez paquetes de libra-, un reloj despertador, un diccionario de latín, la grabadora y ochocientos noventa y cinco folios –clasificados de acuerdo a la fecha y asunto. Bien. Permanecer toda la tarde de aquel miércoles fue lo más complejo que había tenido hasta ahora. Por la época del año el sol daba casi directamente en mi ventana, justo después de sortear una de las esquinas de la iglesia. El aburrimiento duplicaba tanto las horas que me propuse a continuar el trabajo con el diccionario. Cada treinta minutos buscaba una palabra, la escribía en la parte superior de la página del cuaderno y a continuación iniciaba la plana diaria. Scriptum, vita, puella, nauta. ¡Treinta y tres veces cada una! Había escuchado yo que el viejo Hernández hablaba en latín. Entonces me entró las ganas de aprender ¡Podría hablar con alguien más! Pues bien que aquel día, el jueves y el viernes, nada sucedió, aunque tomé nota de los que entraban por necesidad habitual. Hasta de ellos tomé nota. Bien. Por supuesto que también les confiaré que estudio palabras en latín porque el manuscrito, según escuché yo el otro día hablar al panadero –anecdotario 250-, solo se puede entender si se sabe esa lengua. Bien. El veintiuno de agosto, dos semanas después de haber empezado, sentía que ya no podía mantener los ojos abiertos. Mi cabeza había adquirido tal vez cuatro veces el peso que nunca antes había siquiera notado. Eso sí, había adquirido la facilidad de hablar en latín y en español en la casa. Hacía monólogos y conversaciones. ¡Tantos con los que hablaba! Los invitaba y se quedaban en el cuaderno: Castiglione, Erasmo, Moore, Petrarca, Cicerón. Claro, todos los nombres muy bonitos que aparecían en el diccionario. Hablábamos mientras yo, por supuesto, vigilaba lo que sucedía en la iglesia. Pero el café empezó a tener un sabor poco agradable. Sentí –no sé si fue en un sueño, o una aparición o un dibujo, no dormía- mi vientre lleno de color negro, lo pensé o lo imaginé o alguien me susurró que estaba negro. Pues bien que entrada la noche de ese día me estaba cayendo de sueño sobre los abedules de la ventana cuando un portazo me despertó. Y les cuento que – esto quedó consignado en el anecdotario ochocientos treinta y tres- frente a mis ojos erguido estaba el presbítero Hernández, a quien no pude reconocer tan pronto porque no lucía su sotana. El viejo se dio media vuelta para –al parecer, escuchando luego la grabadora en la trigésima tercera ocasión, pude llegar a tal conclusión- bloquear la puerta con las llaves. Mientras terminaba tal larga actividad, me dio tiempo de sacar la grabadora a la ventana para registrar todo sonido. Terminado esto, el viejo miró hacia todo lado de la calle y con un paquete en la mano salió caminando con tal prisa, que no pude fijarme en algunos detalles que hasta hoy trato de averiguar, salvo por la hora. Eran las 11.30 de la noche –anecdotario ochocientos cuarenta y cinco.
© J.Rojas
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