El pastor
Se consumen las brasas en el hogar y el Moro se acurruca buscando el calor de las ascuas, aprovechando un descuido de Pascual que, inconsciente por el alcohol, se olvida, una vez más, de sacarle a pasar la noche fuera. Por delante horas de sueño.
Todavía falta para que se escondan las estrellas, y el perro se inquieta tras la puerta para despertar al amo que anoche, como tantas noches, se durmió cantando tras el portazo. Es hora de comenzar el trabajo.
El Moro mete el morro y abre la portezuela que esconde la escalera de bajada a la cuadra, donde nunca falta el agua con la que empezar el día. En la oscuridad, desciende cauteloso y sin tropiezos, hasta llegar a la lata de la que apura con ansiedad el contenido, calculando el tiempo para estar de vuelta en su puesto de guardia, justo antes de que el hombre salga de la habitación. Hoy no es el caso; tras la puerta se oyen los ronquidos. El animal, inquieto, se hace notar en un gemido ascendente hasta que logra despertar al hombre, que al fin da señales de vida.
—¡Maño, que como no te calles te has de enterar, que todas las mañanas me preparas la misma música! ¡Si estuvieras en tu sitio y bien cerrao no me armarías esta escandalera! Pero mira, que tengo yo la culpa, que esta noche duermes donde te corresponde, o en la puta calle, donde quieras, conque tú verás, o te callas o te arreo, que estás avisao.
Pascual grita amenazando y consigue espabilarse como cada amanecer tras la resaca. Luego, el tazón de leche hirviendo con pan, sin dejar de regañar al perro. El hombre precedido del perro sale con prisas de la casa hacia la vega, donde inquietas aguardan balando las ovejas.
—¡Otra vez se me ha echao la hora encima!
El lucero del alba pierde brillo al alejarse por el collado. Ya empieza a clarear tras el Moncayo y el pastor, encogido, con el recuerdo de las mantas pegado aún al cuerpo, camina en silencio tras el perro que baja la cuesta moviendo el rabo en dirección al corral. Cruzan el puente y el animal estira las orejas hacia una sombra que se perfila junto al lavadero, donde una lechuza emprende el vuelo que aún ilumina la luna, arriba en el pueblo, ya cantan los gallos.
Los ladridos levantan a las ovejas, que se amontonan a la salida dificultando al pastor la maniobra diaria de abrir la cerca.
—Schsss, ¡Moro, cagüenlaputa que te has levantao ladrón! y vosotras, ¡patrás, patrás!, que si no, no salís, ¡so tontas!
Quita la tranca y las ovejas se precipitan fuera de los palos; el perro las cerca y dirige hacia el camino diario de subir los montes mientras se va haciendo de día. Entre polvo y balidos el rebaño sube la soledad de la cuesta, bajo los almendros en flor de febrero, en una escena sin tiempo, metida en un cuadro de paisajes. Nada nuevo para Pascual, que desde hace cuarenta años repite la subida ayudado del ovejero de turno, aunque cada vez le aprieten más las piernas y se le claven más fuerte las piedras del camino. Cuarenta inviernos, cuarenta veranos con sus correspondientes otoños y primaveras llevados sobre el morral.
—La vida, Moro, la vida que se escapa, que a poco que nos descuidemos sacaba —dice al perro que va y viene sujetando a las ovejas sin sentir el cansancio de la cuesta.
—Me cagüenelpapel que a poco me ahoga la subida, que me falta el aire como si me lo robaran, como si el camino fuera nuevo y tuviera miedo de perderme, ¡tira, tira!, y ve delante, ¡a por aquella que se va!
Al coronar el cerro el ahogo lo detiene. El animal hace su trabajo y el rebaño más tranquilo apura la hierba. Por delante, todas las horas del día entre nubes, montes y un transistor que le recuerda que la vida es diferente más allá de su existencia. Debió casarse pero no lo hizo. Se enamoró hace ya mucho y fue correspondido, sólo que ella soñaba otros horizontes, lejos, lejos del pueblo, y un día, sin aviso, desapareció. Cuando volvió era mujer de otro y madre, y a Pascual se le retorcieron las tripas durante semanas. Ahora es soltero de condición. Allí sólo quedan cuatro viejos, algunos quintos, todos casados, dos maestras y el cura. Y no hay día que no se reproche el no haber sabido buscar alguna mujer entre los pueblos vecinos.
—Pero éstas me tienen siempre agarrao —responde al que le pregunta por qué no se ha casado. Siempre a vueltas con lo mismo, con lo que debió hacer y no hizo, Pascual recorre cada día de cada mes de cada año los confines de su mundo hacia la vega, hacia el monte, hacia el Moncayo; con lluvia y con sol; bajo el bailar en círculo de los buitres, siempre al acecho del rebaño. El tiempo no existe para él, fuera del paso natural de la luz y las sombras, y cada día se reproduce en el anterior en una sucesión melancólica de monólogos al viento, al cierzo que ha cincelado su carácter solitario, duro y agradecido como la tierra que pisa.
Soledad bajo el azul frío de febrero.
Cae la tarde.
El sol se esconde por las crestas de los montes y, a lo lejos, la nube de polvo en dirección al río, al pueblo, trae sonido de esquilas. Y otra vez el recorrido inverso hasta la casa. De nuevo el fuego al que volverá a arrimarse el perro. El pastor, ahora por el frío como en el verano por el calor, se abraza una noche más al consuelo seguro del vino, hasta que a trompicones se desplome en la cama y los sueños reparen lo irreparable de su vida, hasta que el Moro le despierte antes de clarear otra mañana.
Hoy no bebe. El animal inquieto le observa sin molestar; sabe sin saber que ocurre algo distinto a lo acostumbrado y eso le alerta. Pascual se acerca sonriente y le acaricia el lomo.
—Maño, que cuánto vales, que a fe que lo siento por ti. No he tenido otro mejor en tos los días de mi vida —dice, mientras le llena la lata, compartiendo el guiso de patatas de la cena.
El chisporrotear del fuego atrapa al perro y al hombre, y ambos permanecen inmóviles en la fantasía de las llamas. La habitación resplandece de sombras.
—Ya es hora, ya es hora —repite.
El animal termina durmiéndose y los ronquidos marcan el compás del silencio. Despacio, muy despacio, Pascual se encierra como siempre.
Pasa el tiempo.
Todavía es noche cerrada.
Nadie escuchó el brusco golpe tras la puerta que despertó al Moro, pero todos en el pueblo oyeron sus aullidos en aquella madrugada.
Texto © María Cruz Vilar
(De mi libro de relatos: SOPLAR AL CIERZO)
soplaralcierzo.com