El secreto del cuarto
El hombre estaba pendiendo de la soga. Su rostro invadido por una palidez excesiva contrastaba con el carácter oscuro y sombrío de la habitación. Sus manos sin fuerzas caían desventuradas sobre sus muslos. El detective Jacobo Alvarez, a la vez inspector y criminólogo, detonaba con enseñada monotonía su Canon mientras su asistente, la oficial Restrepo, le ayudaba a iluminar con una linterna. El espacio oscuro, solo alumbrado por una parca vela que ya estaba a punto de extinguirse, expelía un vaho penetrante. La lluvia que golpeaba el tejado con violencia le distorsionaba las conjeturas que intentaba armar. Dar una mirada al cuarto le permitiría irse con una idea, pensó. El cuarto estrecho, tenía una terminación en ele. Justo después de la entrada, una mesa que hacía de comedor, con cuatro sillas se encontraba hacia el costado izquierdo. De las sillas, tan solo una no estaba en su lugar. Atrás de la mesa, dos camas cuidadosamente hechas, una delante de la otra, ocupaban el recinto hasta el fondo. En la pared, dos cuadros ocupaban el espacio finito de un azul oscuro. En uno de los cuadros se apreciaba un monje recostado sobre una cama y una mujer al lado con gesto de conmiseración. El otro cuadro lucía bastante deteriorado y tan solo se apreciaba un poco la parte inferior del recuadro, un muro de ladrillos con una puerta cerrada. Un escritorio con varios tomos sobre él, todos disparejamente dispuestos ocupaba parte de la habitación central. Al caminar hacia el fondo del cuarto, adonde la luz de la vela ya no llegaba, un ruido leve, como de roedor corriendo sobre papel lo hizo reponerse con prisa hacia su derecha. Sus ojos, abiertos, ante la inmensidad que ejercía la oscuridad, y la confusión que le producía la lluvia, un ruido ahora más avasallador, intentaron escudriñar el lado que permanecía suspendido en su percepción. Subió la cámara y obturó rápidamente hacia adelante. Un rayo de luz se detonó casi con violencia y cayó rápidamente sobre la superficie desconocida y ante los ojos del detective se desnudaron un millar de tomos que al instante desaparecieron con la muerte del haz de luz de su canon. Con una señal, su asistente se acercó rápidamente a él y con su linterna enfocó mejor el lugar. Era un espacio con un nivel más abajo del principal, donde había una biblioteca que ocupaba toda la pared del flanco izquierdo y el muro de fondo. Había un centenar de libros finamente dispuestos sobre los entrepaños. Hacia el lado derecho, un pequeño escritorio con una lámpara ocupaba el resto de espacio. Sobre esta mesa había tres libros cuidadosamente alineados, un libro al parecer de notas y bolígrafo sobre éste último.
—Teniente, venga y observe esto –le pidió la mujer quien estaba examinando la mesa cuidadosamente, con su pequeña linterna.
El teniente, en un caminar lento, tratando de no perder ni un segundo de su pesquisa, se aproximó a su auxiliar. Sacó su lupa y se acercó más a la mesa para poder ver mejor. El bosquejo de una mujer y dos niños se encontraba tallado sobre la mesa, al parecer con un objeto de punta fina, pero sin cuidado suficiente por quien lo había hecho.
—Tómele una foto para examinarlo después, oficial.
Pronunciadas estas palabras, un ruido seco, como de un objeto al caer sobre una alfombra, ocupó el espacio del cuarto. La lluvia había cesado y se hacía más tarde.
— ¿Qué fue eso, capitán? Inquirió la detective con los ojos ahora más claramente abiertos y con una mueca grave en su rostro.
— Vino de allá. Pueden ser roedores.
El teniente Alvarez retomó su caminar hacia el fondo con el cabo de vela que quedaba, regresó a la biblioteca pero no encontró nada que le confirmara su sospecha. Decidió tomar de encima del escritorio el cuaderno de notas; tomó distintas fotos de ese espacio del cuarto y ordenó continuar con las pesquisas al siguiente día.
—- oficial, pida que hagan el levantamiento del cadáver y lo lleven a la morgue del pueblo. Mañana la contactaré para que continuemos la investigación.
En medio de la lluvia, el detective se detuvo saliendo para poder apreciar mejor la casa. El cuarto del hombre estaba localizado en una breve pendiente que daba al sótano, el resto de la casa ocupaba lo restante del espacio hacia la izquierda, una casa de dos pisos. Desocupada.
La noche apenas empezaba para el detective Alvarez, quien en medio de tantos casos que había tenido, este le había llamado la atención particularmente. Sentía que había alguna fuerza que lo precipitaba sobre él. Sería algún elemento encontrado; sería lo solitario que el hombre se veía; o sería simplemente la disposición y el azar que tenía aquel día para trabajar. En su casa, desde hacía meses, Jacobo había adecuado un improvisado espacio para poder meditar y analizar sobre los casos que trabajaba. Había decidido adecuarlo justo debajo de los escalones que llevaba a la segunda planta. Pues bien, que aquella noche del horrendo hallazgo, el hombre subió a revisar que su esposa y su hija estuvieran dormidas. Bajó a su lugar de trabajo y puso todos los elementos sobre el escritorio. De la escena de los hechos había logrado obtener el cuaderno de notas y diferentes fotografías.
Ahora el detective tenía tres diferentes frentes para trabajar: los testigos que pudiera conseguir, los documentos reunidos en la escena y otros elementos externos a los dos anteriores.
Jacobo Álvarez era un curtido detective de la Unidad de Homicidios en Bogotá. Pero había sido trasladado al pueblo de Manta, a tres horas de la capital y en una zona montañosa. Allí se había ido a vivir también con su familia, ya que siendo el único inspector de policía de la zona, tenía que residir allí permanentemente. Pero el cambio en su vida había estado lejos de ser resultado de su propia decisión; el DAS lo había trasladado como retaliación a ejercicios de contra-inteligencia en los cuales había participado. Sin embargo, para el tiempo que llevaba laborando en el pueblo, los únicos casos que atendía corrientemente eran los relacionados con las riñas entre los pobladores que en noches de embriaguez, terminaban entendiéndose a los puños. Este caso de suicidio, le dictaba su intuición, tenía varias aristas que había que desentrañar. La noche se hacía más oscura. Las nubes ahora invadían sin compasión el Valle de Tenza. Por la ventana tenía la mirada de medio pueblo, su casa quedaba en un alto. El viento que traía las nubes, también traía con él los ruidos propios del terrorífico silbido que deja el choque entre los muros, los ventanales, y las puertas que chocan por las ráfagas de aire.
Enseñado a ese devenir, y al silencio que el pueblo arrojaba, después de una tormenta sin cuartel, el detective dirigió toda su atención a las fotografías instantáneas. Analizar las fotos era ya algo rutinario para Álvarez. Puso las fotos en el orden espacial en que las había tomado. Luego agrupó en otra parte de su escritorio las fotos correspondientes a la mesa, donde habían avistado el bosquejo de dibujo. Y otro grupo estaba relacionado con la sección del cuarto donde estaba la biblioteca. Mientras el hombre levantaba la foto, lograba tener por su visión periférica la vista de las ventanas, un ligero espacio verde que de noche lo invadía una abrumadora oscuridad, y luego ésta la quebraba las luces del pueblo. Justo en el instante en que Jacobo levantó la foto del cuarto en panorama general, su piel se crispó, sus ojos a medio percibir recibieron la silueta de alguien recorrer su exterior de la casa. Es una mancha en mi ojo, pensó. Y repitió el ejercicio para no engañarse pero esta vez no hubo tal visión; en vez, el ruido prolongado y agudo de la reja de la cerca invadió el silencio de la noche espesa. El viento, pensó. Es el viento. Se levantó con la foto en la mano y se aproximó a la ventana. Los pasos eran ahogados por una gruesa alfombra que había dispuesto en la sala. Frunció el ceño y miró lo más cerca, pero el reflejo del vidrio con lo que había adentro no le permitió distinguir de lo que había o no en la oscuridad. Puso la foto hacia el vidrio y se concentró solo en la foto; le costaba hacerlo, sentía una sensación atrayente hacia afuera. No escuchaba nada, el viento solo corría, pero la visión la tenía allí, justo allí, en frente de él, al margen de la foto. Al negarse girar sus ojos, advirtió que en la imagen tomada había un color rojizo, justo en las márgenes de la foto, como si hubiese existido radiación al momento de tomarla. Álvarez bajó la foto rápidamente y se chocó de repente con la oscuridad que lo abrumaba, pero sabía que el vidrio por lo menos lo salvaba de ese ente al que su cuerpo ahora estaba reaccionando, de manera involuntaria, con un escalofrío que lo obligó a volver a su escritorio.

Jacobo Álvarez no pudo salir del asombro cuando notó que la foto había perdido ese destellar rojizo, que era sutil mas no imperceptible. Rápidamente observó todas las demás fotos, pero ninguna tenía tal rastro. Examinar cada foto le tomaría un tiempo, pero decidió examinar más de cerca aquella en la que se enfocaba en un plano general al occiso. El primer detalle que Jacobo anotó en su agenda, después de la rara sensación antes experimentada, fue un presunto código alfanumérico que estaba tatuado en la mano derecha de la persona fallecida. Se leía el código R13. La siguiente foto le mostraba una secuencia de recorrido hacia la biblioteca. Pero le había llamado la atención especialmente la foto al interior de la misma. En la sala central del cuarto, una alfombra vestía el piso hasta casi la última pared que formaba el fondo de la biblioteca, pero solo después de esta sección el piso era cemento abrupto. En una foto más cercana, Jacobo identificó marcas similares a las dejadas por un objeto que es arrastrado en el piso, sin embargo, siguiendo un patrón, como por ejemplo una puerta o cualquier otro elemento que está en una posición fija. ¿Tendría esto que decir algo? Al mirar hacia la ventana, las luces de la ciudad, que tantas noches lo había estado reconfortando y regalándole esa sensación romántica del aislamiento de la carcomiente metrópoli, ahora le resultaba incierta y bizarra. Una oscuridad que siempre había estado allí…
De pronto de nuevo el teniente, sintió esa sensación de escalofrío. Miraba alrededor, y a pesar de la iluminación de la casa, el espacio se veía más grande y hostil. Pensó en su familia durmiendo, pensó en lo difícil que a veces era, mantener la concentración sobre observaciones. ¿Se estaba volviendo acaso supersticioso? ¿Después de tantos años de razonamientos que siempre llevaban a un esclarecimiento?
El cuaderno de notas sería lo último que revisaría. Quería irse a dormir y se sentía agotado. Al abrir el cuaderno, observó lo dispar de la vejez de las hojas. En las primeras hojas, las palabras ya no se distinguían bien, ya que la tinta había pasado de la cara posterior de la hoja a ésta. Sin embargo, el detective advertía que el texto era algo continuo, ya que no había subtítulos y el texto estaba solamente dividido por espacios entre párrafos, a un intervalo algo regular. Examinando más de cerca, la sección escrita más recientemente, se lograban distinguir algunas frases, pero de esta longitud no le permitía apreciar más. Pero estando el viento sosegado, le atravesó de lado a lado un fuerte golpe en el exterior de la casa, un golpe seco y lacónico. El detective rápidamente giró su cabeza hacia la ventana, hacia la oscuridad absoluta del césped que imaginaba ver. De pronto, una silueta que parecía ser de animal cruzó rápidamente, tan rápidamente que solamente pudo aprehenderlo para reproducirlo una y otra vez cuando volviera sobre ese extraño evento.
Se apresuró a tomar nota de las frases que allí tenía, pudiendo reunir algunas como: ‘en un descanso eterno (…) nuestra residencia perpetua (…)’. El ruido se repitió una vez más, pero más cercano. Sentía cómo el frío le subía hasta la cabeza. Sentía las hebras del cabello electrizarse ante una angustia, un incertidumbre, un desasosiego cuya causa no sentía necesidad de hallar. Tomó su revólver de entre su pretina y lo empuñó, al mismo tiempo sin estar seguro de lo que estaba haciendo, para apuntar hacia la nada, hacia la oscuridad afuera y lanzar con su voz que en el vació del silencio le dejaba desconcertado, “¿Quién anda ahí?”
Se le ocurrió entonces sin mayor vacilación, subir al segundo, piso, tomar a su esposa y a su hija. Ante la sorpresa de ambas, sus palabras fueron breves y concisas. Llamó a su asistente, la señorita Restrepo. Le pidió que lo recogiese tan pronto como pudiera. Bajó entonces y guardó el material de su investigación en su maletín. Encendió todas las luces de su residencia y al momento tuvo a su asistente conduciéndolos hacia la estación de policía.
— Quiero que me esperen aquí. No tardaré.
— ¿Qué pasó, teniente? – increpó la oficial cuando se dirigían de nuevo a la escena del presunto suicidio.
— ¡En las fotos hay algo, en el cuaderno, hay algo, no puedo concentrarme… necesitamos esclarecer que pasó!
— Teniente – continuó la mujer haciendo una breve pausa mientras conducía- el hombre iba a perder la casa. Me lo contaron algunos de los residentes vecinos. Y él les había dicho que su familia lo había abandonado por la situación que estaba enfrentando.
— Y algo que no cuadra, oficial, allá adentro en esa pieza… Ese bosquejo sobre la mesa, ese bosquejo, y algunas cosas más en la biblioteca.
Al descender del carro, irrumpieron deprisa en la casa. Haber regresado y a esas horas de la madrugada no era fácil. Esta vez no había vela que alumbrase el recinto.
— Quédese aquí en la puerta. Alúmbreme con su linterna desde aquí y yo llevaré la mía también.
Sus pasos fueron lentos. El frío que había sentido en su casa lo estaba experimentando de nuevo. Caminó hacia el fondo y detalló lo que las fotos le habían revelado. El detective entonces se detuvo a observar cuidadosamente los libros, aquellos que estaban en los entrepaños del fondo de la pared. Se aseguró que fuera el flanco que coincidía con las marcas de arrastre en el piso. Se advirtió que lo más probable era que ese cuerpo de la biblioteca actuara como puerta. Pero antes de hacer cualquier otro movimiento, apuntó su linterna hacia los volúmenes. Estos estaban alfabéticamente organizados y allí seguía la sección de la M hasta la T. Entonces, recordó el código que había registrado en la foto, R13. Se acercó al entrepaño, y al hacerlo sintió un golpe seco, igual al que había percibido la primera vez que había estado allí esa noche. No dejó que le desconcentrara de su inteción inicial; buscó en el orden de los tomos, correspondiendo en una altura casi media y hacia el costado derecho, se dio cuenta que el tomo faltaba. El libro que coincidía con el código no estaba. Al encontrarse con ese vacío, Jacobo Alvarez perforó el vacío del entrepaño sobre el código con su linterna. Inesperadamente, al encontrar fondo su luz, halló también la manija de una puerta.
El teniente entonces alivianó la biblioteca rápidamente y ejerciendo gran fuerza sobre la estructura intentó correrla pero falló en su intento. Volvió sobre la manija y la movió rápidamente, después de lo cual deslizó los entrepaños. Inesperadamente al hacerlo, un olor apestoso lo abrumó, casi llevándolo hasta la náusea, y la impresión de lo que observó fue tal, que no daba crédito a lo que acababa de descubrir. La mujer con los niños que había avistado en el bosquejo de la mesa, yacían literalmente empotrados en la pared.
FIN
© Cruz Medina
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