El suicida

Hoy entra el otoño… ¡Cómo es la vida!… Sí, mi madre decía que la vida es un cúmulo de casualidades que a unos pocos les llegan perfectamente ordenadas y al resto totalmente desorganizadas.

¡Si yo les contara! Hoy, como podéis apreciar, me encuentro perfectamente bien, aquí estoy disfrutando del cobertizo de mi nueva casa, frente al jardín y la piscina, desde aquí veo crecer las plantas, los árboles me ofrecen sus distintas sombras, volúmenes y tonalidades dependiendo del momento del año en que estemos, escucho a los pájaros desde el mismo momento en que la noche se quiere marchar empujada por el alba. ¡Ah!, siento a cada momento que hay vida a mí alrededor y todo esto me hace sentirme feliz. Sé que cada célula de mi cuerpo disfruta de cada momento de mi vida, ya sea con bajas temperaturas, viento y lluvia o en plena canícula estival. Cada estación, cada año tienen su personalidad y hay que saber gozarlas y divertirse con ellas.

A menudo pienso en aquella mañana negra, lánguida, pesada y triste en la que buscaba a la muerte, que cosas…, ese aciago día resultó ser el más feliz de mi vida. Aquella mañana, al levantarme, comprendí que estaba solo en la vida, hundido, cargado de deudas por mi mala cabeza y vacío de ilusiones, sin futuro.

Salí de casa, monté en el viejo coche… Recuerdo que llegué hasta el acantilado, cerca del faro, antes de bajarme escribí una nota, la dejé en el salpicadero de ese coche que ya no era mío, estaba embargado, como todo cuanto poseía. En esa cuartilla exponía en cuatro letras al juez que no culpabilizase a nadie, en el supuesto caso de que las corrientes devolvieran mi cuerpo a tierra, nunca supe nada sobre el comportamiento del mar, pero sea como fuere, que no hicieran responsable a nadie.

Aun con tan mermada lucidez estaba seguro de que la policía pensaría en cargarle el mochuelo a alguno de los muchos acreedores que en esos momentos tenía. Todos eran buena gente, pero el negocio mandaba…

Tras pensármelo dos veces, al fin salí del coche dispuesto a abandonar el mundo rápidamente, no necesitaba deshojar la margarita. Cuando llegué al borde del acantilado una ráfaga de viento casi me hizo perder el equilibrio, miré y pude contemplar aterrado el fondo del acantilado, solo un instante. Tremendo, allí abajo estaba el mar rugiendo, unas olas enormes, rompiendo contra las rocas, parecían gritar mi nombre. ¡Anselmo, ven… ven!

¡Menudo susto! Me retiré de inmediato de ahí, no pude soportarlo, desde muy pequeño sufro de vértigo, me es imposible remediarlo. Caí de culo del respingo; me sentí frustrado, atemorizado, desesperanzado y desanimado.

Algo en mí decía que no iba a ser capaz de acabar conmigo de esa forma tan fugaz, pero mi intención era firme. Mientras lograba ponerme en pie y limpiaba la gabardina, que por causa de la culada se había llenado de barro, pensé deprisa, miré a mí alrededor mientras me alejaba del borde del acantilado y a los pocos segundos encontré la solución al problema. Sería más lento y sórdido, pero igualmente drástico. 

Allí, en lo alto de un escarpado montículo, cerca de donde estaba el faro, había un árbol que había resistido durante décadas las inclemencias del viento, tenía la solución, en el coche estaba la vieja manta de viaje, podía rasgarla, hacerla tiras y unirlas, aunque me daba pena, había sido un regalo de Mari, mi mujer, la que hacía pocas semanas había decidido abandonarme, debía hacer tiras de ella, trenzarlas y obtener una especie de cuerda en la que colgarme. Así lo hice. Resultó que la manta era pequeña, Mari economizaba mucho, y al trenzarla no daba la talla, no lo digo por la anchura de mi cuello, es que las ramas de aquel árbol estaban muy alejadas del suelo. Aquello no serviría para colgarme. Enseguida resolví el problema, seguía siendo un hombre despierto y resolutivo. A la manta le uniría los cables que llevaba en el maletero del coche, para el caso de que me quedara sin batería, anudé los hilos de cobre correctamente al trenzado y me dispuse a subir al montículo, no quise hacerlo en el coche, en el estado de nervios que me encontraba hubiera sido más que posible que hubiera metido la primera en lugar de la marcha atrás y me hubiera precipitado al vacío con un coche que ya no era mío. Hubiera sido una faena el tener que subastar una chatarra. Lo cierto es que la vista me engañó, aquel risco estaba más lejos de lo que me había parecido, debería haberme relajado y conducido hasta la falda de ese montículo que no era tal montículo, los nervios del momento me impidieron ver con claridad la situación.

Algo esencial aprendí en aquella mañana; siempre hay que guardar la tranquilidad, incluso cuando pretendes acabar con tu vida.

Cuando llegué hasta la falda del risco cercano al faro, lugar inhóspito donde me aguardaba el dichoso árbol, estaba fatigado, aunque decidí no descansar, mi espíritu mortificado estaba ciego por las mil circunstancias a las que no veía salida alguna. Estaba decidido: había que terminar conmigo cuanto antes.

Comencé a escalar, el viento se puso en mi contra nuevamente, me impedía hacerlo con rapidez, el cansancio era cada vez mayor, pero yo estaba dispuesto a acabar conmigo, era una cuestión de honor y de dignidad, era mi deber acabar con la miseria y pobreza de espíritu que envolvía mi vida. Eso pensaba en aquellos instantes.

Cuando, al fin, logré llegar a la cima, junto al viejo árbol, pude ver lo agitado que estaba el mar, cómo las olas rompían en la costa. Era un paisaje aterrador, justo el que yo merecía. Las olas seguían llamándome: ¡Anselmo, ven con nosotras!…

Estuve por hacerles un corte de manga, pero no quería ensuciarme más la gabardina. Apilé unas pesadas piedras a los pies del tronco, bajo la rama más gruesa, logré subirme a las piedras y colgar el cobre de los cables, luego enrollé la manta al cobre y el extremo de la tela trenzada a mi cuello. El viento era tremendo, por un momento pensé que una vez ahorcado, mi cuerpo se balancearía a merced de su fuerza. Me convertiría en un simple badajo.

 Todo encajaba, una vez que me empinara sobre la última piedra que había ido amontonando con gran esfuerzo, me pondría la manta en el cuello y de una patada tiraría esa piedra que me unía al mundo, y luego… 

En el momento de llegar a la piedra sentí un intenso dolor en el brazo izquierdo, pensé que era como consecuencia del excesivo ejercicio que había mantenido durante la cuidada preparación de mi suicidio. No podía perder el tiempo en quejarme, debía partir inmediatamente; como pude, coloqué la trenzada manta sobre el cuello, conté tres y di el empujón a la piedra con el pie derecho, de todos es sabido que nunca se ha de entrar en sitio alguno con el pie izquierdo.

Al fin hubo el salto al vacío, pero al segundo estaba tirado en el suelo, la rama, como todo el árbol estaba más seco que la mojama y no supo o no quiso aguantar mí peso o mi pasado, quizás ambas cosas. El infortunio nunca llega solo.

 Ahí estaba yo, tirado en el suelo, con parte de la rama clavada en la espalda, ella fue la culpable de que se hubiera roto la gabardina, regalo de Mari. El agobiante dolor en mi brazo izquierdo, cada vez mayor, se irradiaba hasta la mano y llegaba hasta el tórax. Había que hacer algo; saqué, como pude, el móvil del bolsillo y jadeante y convulso llamé al 112, me sentía morir…

Es curioso, cuando te vas a suicidar no piensas en que te puedes sentir morir, no piensas como la muerte va llenando cada palmo de tu cuerpo, es angustioso creedme.

A los pocos minutos un helicóptero estaba sobre mi cabeza, luchando contra el intenso ventarrón y con un ruido enloquecedor, bajaron del aparato tres hombres con muchas maletas y una camilla, me hicieron mil cosas tras acabar de romperme la gabardina, luego me subieron al aparato volador con mi cuerpo medio estabilizado, según los oí decir, todo indicaba que había sufrido un infarto de miocardio como consecuencia de tanto estrés. Estuve en la UVI entre la vida y la muerte durante algún tiempo, el suficiente como para que se enterara Mari, mi exmujer y me perdonara todas las infidelidades que le había ofrecido en los veinte años de matrimonio, dijo esa frase tan bonita de: “Pelillos a la mar”, y me acogió con amor y benevolencia. Los acreedores supieron que había intentado terminar con mi vida de infortunio y se avinieron a concederme nuevos plazos para hacer frente a las deudas contraídas, los proveedores me surtieron nuevamente de materiales a la espera de que tuviera liquidez, se había corrido la voz que el infarto vino a mí ante la imposibilidad de saber suicidarme como es debido y esta fatalidad hizo desaparecer los números rojos de mi vida. A las buenas gentes les salió la vertiente humana y el negocio comenzó a prosperar, las empresas a las que distribuía los equipos comenzaron a comprarme nuevamente y a pagar a tocateja.

Cuando salí del hospital mí vida era otra, mi hijo Armando, un chico muy espabilado al que nunca había hecho caso, había tomado las riendas del negocio y todo funcionaba razonablemente bien. Él dominaba las redes y estas nos ayudaron a dar el último empujoncito.

A los pocos meses el asunto que tanto me preocupó y por el que quise quitarme de en medio estaba solucionándose a la perfección, solo quedaba mí salud…

Al hacer la revisión de los seis meses, yo me encontraba bien y era de suponer que con los muelles que me habían metido en las arterias, todo estuviera a pedir de boca, pero…, eso nunca se sabe hasta después de hacer las necesarias y mareantes pruebas. Mareantes sí, pero definitorias, el diagnóstico fue desconcertante; todo iba correctamente en el apartado de infartos, pero, casi sin querer, el cardiólogo vio una mancha extraña en la zona apical del lóbulo superior izquierdo del pulmón. Efectivamente, no pintaba bien, tras una batería de nuevas pruebas y una angustia superior a la del día en el que decidí terminar conmigo, me diagnosticaron un tumor en el pulmón, a la semana lo estaban tratando con radiaciones, luego quimioterapia y un mes después, el espíritu más humano de los humanos floreció y las redes ofrecieron a Armando salidas, las industrias de países lejanos comenzaron a comprar nuestros equipos desfibriladores, a pesar de la publicidad y el márquetin de la competencia, aumentamos las ventas nacionales y extranjeras y los proveedores nos siguieron dando facilidades.

Sí, es difícil de creer, pero el día que me quise suicidar no lo olvidaré en la vida. Fue el más feliz de mi vida: Recuperé a Mari, comprendí lo tonto que había sido con mis deslices, solo sirvieron para engordar mi ego y vaciar los bolsillos y la cuenta corriente. Entendí que hay buena gente que no te deja en la estacada, e hijos que los padres no nos merecemos. Y, sobre todo, supe que, cuando las cosas se tuercen, es imposible luchar contra el destino. Cualquier cosa saldrá mal, hasta quitarse la vida.

¡Qué razón tenía mi madre! La vida llegó hasta mí, perfectamente organizada. Toda me va superior, salvo…, sí, tengo tortícolis, el cuello me molesta de vez en cuando desde que me enrollé la manta trenzada al cuello…

Con vuestro permiso, voy a tomarme un jerez, para celebrar este día.

¡A vuestra salud!


© Texto: Emilio Meseguer Enderiz
© Imagen de Adam N en pexels           

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