El último viaje

El reloj de la iglesia da las cinco cuando golpean dos veces la puerta. A continuación alguien desliza la carta.

Deja caer la cuerda que mantenía enrollada la persiana de madera color verde musgo y la oscuridad se traga: la cama deshecha y pegada a la ventana (sobre la que gira un ventilador emitiendo un run-run incesante), el armario con la luna atravesada por una grieta norte-sur, la silla, el perchero, la carta y, a él.

Enciende la única bombilla del cuarto; apaga el ventilador para que no le distraiga, y sentado, abre el sobre que le propone volar al otro lado del mundo.

Brilla el sol como presagio de una noche perfecta para realizar el trabajo que vino a hacer. La luz deslumbra su imagen en el espejo en el que se mira con fijación. Por un instante cree estar ante un desconocido. Las canas evidencian el tiempo en torno a los rizos de la sienes, y la mirada ya no es la de aquel chico de barrio dispuesto a comerse el mundo a cualquier precio. Al mover la cabeza ve su boca deformada por un puntazo en el espejo, que le devuelve una mueca desagradable. Un signo de mala suerte.

Para no ser visto,  se ha limitado a comer el bocadillo de pan reseco que compró la noche anterior en el aeropuerto, donde también rellenó de agua la botella de plástico tras enjuagarla varias veces en el lavabo. Todo está decidido, después, se deja caer de bruces en la cama del hotel barato, que alguien alquiló por él.  

Pasa el día sin salir de la habitación, repasando las tres hojas de las instrucciones que debe destruir antes de abandonar su escondite, y aprendiendo de memoria el recorrido de las calles por las que huirá. Será la última vez, el último viaje. Lo ha jurado. Necesita el dinero, pero será la última vez. Si todo sale bien, cuando esté de vuelta piensa llenar de flores la iglesia y pagar una misa.

Se incorpora y, de rodillas, reza un rosario pidiendo perdón a la Virgen. Ha venido a eso, y lo hará. 

Con el anochecer comenzará el trabajo. Se vestirá discreto y confundido entre la multitud esperará en la puerta trasera del templo por el que acceden los cofrades. Como un nazareno más, el capirote le permitirá controlar sin ser sospechoso. Tres golpes secos darán la orden de levantar el paso que da inicio a la procesión. En el tercer relevo, el sujeto se incorporará a su puesto para cargar con el peso, en ese momento tendrá que acortar y mantener la distancia indicada hasta la parada siguiente, en la esquina del río. Luego, debe acercarse lo suficiente para introducir la aguja envenenada en el fajín de la víctima.

Los nubarrones enturbian un sinfín de miradas inquietas. A medianoche el cielo se ilumina y un trueno precede al aguacero. Todo el mundo se mantiene en sus posiciones y una sincronizada sábana de paraguas recorre la calle. Las imágenes siguen dentro del templo esperando a que pase la tormenta que se derrama entre un lamento colectivo de rabia. Para no levantar sospechas se mantiene orante y recogido ante el Cristo crucificado, pero el ambiente festivo y el fuerte olor a flores, le remueven los recuerdos. Añora su tierra, aunque no esté ahí precisamente para añorar. Será la última vez. Lo ha jurado.

El  olor a cera ardiente y el calor de la multitud, que se mueve como una ola bajo la lluvia, le hacen sentirse extraño y ajeno a todo salvo a la imagen doliente del Cristo desnudo.

Deja de llover. Como en un escenario las nubes se abren para dar paso a una luna majestuosa que retiene su atención. Siente su influjo muy adentro y pierde la noción del tiempo hasta que suenan imperiosos los tres golpes secos del hermano mayor, seguido de un aplauso cerrado. Comienza el cortejo fúnebre.

No es la primera vez que antes de un trabajo un malestar repentino le asusta temiendo no lograr el fin. Una mala pasada del destino que debe sortear, aunque el miedo le hace tambalearse como en otras ocasiones y tema caer en cualquier momento. Aún así, nada le hará abandonar su posición junto al paso.

En el primer relevo, un sudor frío le pega la tela a la cara. Se ahoga. En el segundo, una punzada intensa en el pecho lo retiene hasta que otro encapuchado lo coge del brazo ofreciéndole la ayuda que él niega con la cabeza y agradece con las manos. En la tercera parada, la víctima se incorpora a la posición prevista en el acto. La procesión continua su paseo tenebroso en dirección al río. Al llegar a la esquina de la calle, que ha aprendido de memoria, todo habrá terminado. Será la última vez. Lo ha jurado.

Las estrellas dibujan un cielo al fin despejado y la luna, blanca de azahar, extiende mantos de sombras que proyectan cruces en los balcones y en las aguas del río. No hay vuelta atrás. Es el último viaje.

Los tres golpes secos detienen la carroza. Se acerca certero y anónimo. Es el momento, la última vez que se entrega por dinero a cometer el pecado por el que será el más arrepentido penitente. Fue su sitio en la vida el que le colocó ahí. Si no lo hace él, lo haría otro. Aquel desconocido ya estaba condenado. Se justifica nervioso.

Se aproxima hasta creer oír los latidos acelerados del corazón del hombre con el que ha cruzado una sola mirada, a través de los capirotes, en el momento en que el tipo ha puesto el hombro bajo las andas. Tal vez ha presentido algo.

Una vez más será el autómata que se espera que sea, sin embargo hay algo en el aire, extraño y diferente a otras ocasiones. Es el lugar y la emoción que le rodea lo que le hace volver bruscamente la cabeza hacia el paso de la Dolorosa que sigue al hijo. En ese instante cae desplomado. Se abalanzan en su ayuda. Vuelve a respirar cuando le liberan la cara de la tela; conmocionado aún, le obligan a salir de la procesión en el momento en que ésta reinicia la marcha para cruzar el puente. El tumulto sigue al cortejo.

Recupera el sentido a la vez que la conciencia del acto, y un instinto de supervivencia le guía con aplomo por el laberinto desierto de puertas cerradas a patios de jazmines olorosos.

En la catedral suenan las cinco de la madrugá, cuando un nazareno deja un reguero imperceptible que se diluye entre la sangre de los pies descalzos de los que portan el Cristo.


Texto y fotografía © María Cruz Vilar
soplaralcierzo.com

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