En el desván
Subió al desván, asegurándose primero de que nadie lo siguiera. Todavía sentía cómo la piel palpitaba, allí donde el día anterior había recibido los golpes con el cinturón. Vació sus bolsillos y comenzó a trabajar. Humedeció un trozo de pan con el agua que había llevado en un pequeño frasco de plástico. Cuando se hubo reblandecido lo suficiente, modeló con la pasta una burda muñeca. Sabía, por lo que había aprendido en la televisión, que necesitaba un objeto que perteneciera a la persona que se intentaba representar. Lo mejor eran uñas o cabellos, pero lo único que había podido hurtar era un lápiz de labios. Mientras maquillaba el rostro de la muñeca, suplicó en silencio que diera el mismo resultado. Luego sacó de un rincón una caja de zapatos. La abrió con cuidado para que no escaparan los escarabajos que había atrapado la tarde anterior. Tomó la muñeca y la contempló con desprecio antes de meterla en la caja y cerrar la tapa. Para que el hechizo surtiera efecto, decían en los viejos filmes de terror, se requería fe y un fuerte deseo de venganza. Él los tenía ambos. Se sentó en el suelo y cerró los ojos. No tuvo que esperar demasiado: en poco tiempo alcanzó a escuchar los gritos de dolor de la directora del orfanato. El niño sonrió complacido y, mientras bajaba las gradas, empezó a silbar una alegre tonada.
© Kalton Bruhl
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