En incorrección, Amis era el amo
Ya muerto Plinio el Viejo recordaba su sobrino Plinio el Joven cómo el primero aseveraba que no había libro, por malo que fuese, que no encerrara algún valor. En su encomiable intención erudita, el bueno de Cayo Plinio dio, hace casi dos mil años, con uno de los asuntos de recurrente aparición en la crítica y estudios literarios: el reconocimiento a otorgar —o a negar— a unas u otras obras. Así, suelen mostrarse sorprendidos aquellos que no tienen una idónea relación con la buena literatura de lo que esta (y también, por qué no reconocerlo, la mala, aunque sus frutos se antojen opuestos…) puede llegar a aportar. Y el hecho es que, entre el maremágnum bibliográfico, sea en su parte canónica o marginal, clásica o contemporánea, pueden hallarse verdaderas joyas. El novelista británico Martin Amis era una de ellas.
Su muerte el 19 de mayo de 2023 por cáncer de esófago deja huérfana la literatura más inadecuada, esa casi perseguida hoy, tan ofuscados como estamos con evitar agravios. La muerte de Martin Amis se lleva a un autor rebelde y obsesionado con burlarse de los trepas que aspiran a escalar la sociedad y ganar dinero y posición o los nostálgicos que ocultan los horrores de ideologías totalitarias y se niegan a quitarse la venda de los ojos. Su desaparición nos lleva a su padre, el escritor Kingsley Amis (1922-1995), pues nuestro autor creció en un ambiente culto y neurótico, donde el dinero era poco más que un ovni que aparecía para desaparecer rápidamente.
Su estatura era objeto de burlas en el colegio y su padre apenas ocultaba sus escarceos sexuales pues, aunque figuraba ser un honrado catedrático de la Universidad de Cambridge, en la intimidad era un amante del alcohol, el frío humor inglés y los placeres sexuales. No en vano, una vez descubiertas sus infidelidades, su esposa le pintó mientras dormía el lema «I fuck anything», o sea, «Me follo cualquier cosa», además de beber cualquier cosa en los pubs locales, todo lo cual llevó a Martin a formarse en un ambiente donde la corrección política únicamente se vivía de puertas afuera. Las primeras figuras de la literatura inglesa (Philip Larkin (1922-1985) era gran amigo de su padre) tomaban el té en casa y la rivalidad con el progenitor —que había dado a las prensas obras lo que hoy son clásicos como La suerte de Jim (1954), su primera novela, con la que ganó el Premio Somerset Maugham— resultaba inevitable.
Pero el caso es que a veces la rivalidad da buenos frutos, pues igual que su padre, nuestro autor se esmeró tanto con su primera novela, El libro de Rachel (1985), que cuando la publicó obtuvo un gran éxito, además de ganar asimismo el Premio Somerset Maugham. Y también, el caso es que a veces la rivalidad da frutos podridos, como una descontrolada tendencia a abusar del alcohol, arriesgadas aventuras libidinosas y una actitud disparatada ante los cambios sociales.
Es así como Martin Amis inauguró una escritura quirúrgica que abría en canal nuestra sociedad de consumo, esta sociedad egoísta y un tanto narcisista de Occidente. Es así cómo su humor negro, su tono sarcástico, su mala leche y su afán desmitificador, se convirtieron en el instrumental médico de una autopsia en vivo de esta parte del mundo, los países del G7, conformado por los países más ricos y que él representaba a través de Gran Bretaña, donde las drogas, el sexo y el dinero eran para Amis sus motores.
Divertido, desafiante y desternillante, su trilogía involuntaria, formada por Dinero (1984), Campos de Londres (1989) y La flecha del tiempo (1991), es un espejo del presente, el futuro y el pasado, un espejo que como si del de Valle-Inclán se tratase, se torna a menudo cóncavo, convirtiendo sus novelas en un inteligente túnel de la risa literario donde el lector se contempla junto a la sociedad, con sus desveladas mentiras y sus hipócritas palabras.
De este modo, si Luis Alberto de Cuenca podría ser nuestro contemporáneo Plinio el Viejo, Martin Amis, desinhibido, desafiante y desvergonzado, se convirtió en el Petronio del Imperio Romano de Occidente, que nos descubrió que estamos en decadencia, nos morimos de excesos y nos reímos de nosotros mismos, pues sabemos que poco a poco nos estamos matando, que paso a paso terminaremos en un mundo post-apocalíptico como ese de Drive-In Saturday (1973) de David Bowie —canción que el músico fechó una vez en 2033—, pero salvando la desaparición del sexo: «And try to get it on like once before / When people stared in Jagger’s eyes and scored / Like the video films we saw».
Ha muerto Martin Amis cual metáfora acelerada de la muerte de Occidente. Ha muerto de tanto beber (cáncer de esófago) y vivir (sexo, viajes y excesos) el escritor que decía que sus novelas, como la vida, no tienen trama pues la vida es una sucesión de vulgaridades a las que nos obsesionamos con darle forma. Ha muerto un escritor imperecedero, del que Cayo Plinio Segundo podría haber asegurado sin duda alguna que no tenía libro que no contuviera algún valor. Ha desaparecido una joya de la literatura universal, con el tiempo perdida entre el maremágnum bibliográfico.
God Save Martin Amis.
© Luis Gracia Gaspar
© Imagen de Martín Amis en León (España) de 2007