En la piel del otro
Ya huele a otoño, a leña de ramas que aún verdean. El cierzo sopla y desnuda frutales, y trae y lleva viejas historias que nadie escucha. Aquí, desde tierra adentro, el mar es un espejismo de olas doradas en las copas de los chopos. Pero el mar, ese mar del Estrecho sigue allí, y aquí, presente en la solidaridad de aquellos que sienten empatía y saben ponerse en la piel del otro para entender el porqué de tantas cosas.
Este año la Cruz Roja ha convocado un concurso solidario: I CERTAMEN LITERARIO DE RELATOS SOLIDARIOS «ME PONGO EN TU PIEL» con el fin de recaudar fondos mediante la venta de un libro de relatos, del que formaré parte con mi relato AISHA. Relato que me honra compartir con los lectores de Encima de la niebla, advirtiendo, con cierto sentido de culpa, lo fácil e impostado que puede ser para un escritor llegar a ponerse en la piel del otro. Con todos mis respetos y solidaridad para todas las «Aishas» de este mundo.
Aisha
Pensando en su familia Aisha llena cubos de arena que luego vuelca para satisfacción de Andrés. Montones que el niño, sin dejar de reír, salta y destruye con la misma rapidez que ella los forma mientras se pregunta adónde estará Ayub.
—¡Aisha, Aisha!
Grita Tomás entre el ruido de las olas que golpean la orilla. La joven levanta la cabeza sin dejar de moldear para entretener al pequeño que la mira expectante. Tomás insiste llamándola, contrariado porque ahora tendrá que ir él a por el cubo grande que Andrés se ha llevado sólo por fastidiarle. Es un rollo tener un hermano de dos años que quiere todo, y no se conforma con el súper camión que le han comprado en los chinos de enfrente de la urbanización, y lo peor, en cuanto ve terminada una construcción, por fastidiar, sólo por fastidiar, la pisa.
El niño calcula el tiempo que tardará en llegar hasta la laguna que la marea de la noche formó en mitad de la playa, donde su hermano pequeño salta ajeno a sus razonamientos de hermano mayor y requiriendo toda la atención de Aisha. Si corre mucho, podrá recuperarlo y volver antes de que otro niño, tan imbécil como Andrés, o un perro, rompan la Estrella de la Muerte.
—Eres tonta Aisha, te estoy llamando para que me traigas el cubo azul y no te enteras.
—Eso no se dice. Estoy cuidando de Andrés, sino, irá y te romperá el castillo.
—Ves como eres tonta. Yo no hago castillos, hago naves espaciales. ¿Tú sabes que es una nave? Papá dice que en tu país los niños no ven La Guerra de las Galaxias.
—Ven alfombras voladoras.
—¡Ja! Eso es mentira. Sólo vuelan las naves y los aviones.
—Y los pájaros y las alfombras —le dice mientras Tomás corre con el cubo en la mano ante la protesta de Andrés.
Durante la noche Aisha no ha dejado de pensar en Ayub. Durante la noche no ha dejado de oír el mar. En Madrid duerme bien, pero desde que han llegado el ruido de las olas la mantiene despierta, hoy hasta el amanecer, cuando por fin se han calmado y sólo se oía un golpe seco, como si el mar estuviera contenido en una balsa. Sólo entonces han cedido los párpados y ha soñado con dunas, con palmeras, con su casa, con las cabras escapándose del corral y todos corriendo detrás de ellas. Los sueños siempre la llevan allí. Allí, donde su vida era muy distinta a la de ahora, aunque tampoco quiera volver por mucho que insista la abuela. Eso es pasado, sólo recuerdos. El presente está aquí.
La luz, el color del agua y el viento hacen que cada día la playa sea diferente, aunque nada cambie de sitio y ella repita la rutina del calendario de agosto, y todas las mañanas vaya al mismo punto de la playa tras seguir la línea recta desde la urbanización para que puedan ser localizados por los padres mientras los niños juegan, y vuelan las horas.
El mar es tan cambiante como el viento, piensa a la vez que remueve con un rastrillo de plástico, verde, la arena que arrastran las ráfagas. Le gusta esta playa del mismo color que la arena del desierto. Le gusta recordar el desierto. Una vez sus abuelos la llevaron a una boda; era muy pequeña, hacía poco que había cumplido los tres. Se acuerda bien porque su hermano acababa de nacer; Ayub era un niño tan grande que su madre tardó en recuperarse y por esos sus padres no pudieron asistir a la ceremonia que reunió a toda la familia. Sólo faltaron ellos tres. Nunca piensa olvidar aquel viaje. Partieron al caer la tarde. Vio ponerse al sol sobre las dunas silenciosas, primero rojas y luego azules. Alí, el camellero, le dijo que eran igual que las olas. ¿Sería así el mar? Su abuela le advirtió que el mar era mucho más peligroso y más feo. Cuando el cielo se llenó de estrellas cayó el frío y los camellos protestaron, pero el abuelo dijo que no había que hacerles caso, ni tiempo que perder, ya descansarían mientras se celebraba la fiesta. También recuerda que se apretó al regazo de la abuela y que se durmió oliendo a almizcle y a henna mientras la caravana avanzaba siguiendo el rastro de Alí que se orientaba por el mapa del firmamento. En algún momento de aquella noche vio una alfombra volar sobre la hilera de camellos, incluso cree que la vio hasta el amanecer, hasta que la despertaron los gritos de bienvenida de los parientes que salían al encuentro.
—¡Aisha! ¡Ven a ver la nave!
—No puedo dejar solo a Andrés.
Tomás la reclama desde la orilla, mientras ella no deja de hacer caballitos de mar con un molde rojo que el pequeño destruye al instante, sin dejar de reír.
—Ahora tienes que hacerlos tú —le dice a la vez que intenta incorporarse y una ráfaga la desequilibra, cayéndose de lado ante el alboroto del niño que empieza a dar palmadas con los brazos en alto. Su algarabía la contagia y se ríe sin dejar de vigilar a Tomás. Tras él, el mar parece calmado, y Aisha lo imagina una llanura plateada. Un puente entre las dos orillas.
«¿Quién quiere volver allí?» piensa mientras se incorpora y ajusta los pliegues del pañuelo, blanco, ajustándolos por detrás de las orejas y al cuello.
De repente rola el viento, ahora viene del mar. «El viento, el sol, la luna, la naturaleza, son libres y a ellos nos debemos», decía su abuela a la que tanto añora. Aisha sabe que la luna llena provoca mareas vivas que dejan lagunas de poca profundidad, perfectas para jugar los niños de todas las playas, y que la luna llena ilumina la noche con luz delatora. También sabe que en el Estrecho el tiempo es cambiante y peligroso, y cuando sopla el poniente los jóvenes enloquecen y sueñan con partir. El poniente y la luna llena favorecen la llegada a esta costa de arena de dunas. Se pregunta dónde estará su hermano.
Se baja los puños de la blusa de florecitas moradas y se ajusta el pantalón blanco y ancho a los tobillos sin perder de vista a Tomás que sigue entretenido en construir su nave. No hay peligro de que se vaya, permanecerá abstraído en la construcción, en su mundo, hasta que lleguen sus padres y los dos niños se metan con ellos al agua. Ella recuerda bien la primera vez que se bañó en el mar, cuando fueron a Tánger a la boda de su tío Hamed. Tenía mucho miedo, pero su padre cogió en brazos a su hermano y a ella le dio la mano. Avanzaron hasta que el agua le llegó a la cintura y una ola le pasó por la cabeza y probó su sabor a sal, Aún ve la cara de sorpresa de Ayub, la risa de su padre y la preocupación de su madre en la orilla agitando los brazos para que salieran.
Una ráfaga fuerte agita las olas y calla el griterío infantil. El viento sube de intensidad y desaparece la neblina; en el horizonte, como fantasmas, emergen Yebel Musa, las montañas rifeñas y la hondonada de Tánger. Su tierra, su país, su continente. Emocionada se sujeta el pañuelo que esconde la trenza. Ahora el poniente suena igual que aquella tarde de la boda de su tío, cuando las ropas de los invitados flameaban como velas, igual que ahora sus pantalones y su blusa.
–Aisha, pareces un globo.
Grita Tomás riéndose. Un globo y dentro un cuerpo frágil, con cara y manos de niña por mucho que el pasaporte y el permiso de trabajo den fe de que ha cumplido los veinte.
Ella prefiere el levante aunque no se vea la otra orilla y sople tan fuerte que descarne la playa, al menos, aplaca las olas y el agua se vuelve tan transparente que hasta se ven peces sin mojarse los pies. Con el levante el mar le recuerda a la pista de hielo donde lleva a Tomás cada jueves al salir del Liceo para que aprenda a patinar, los miércoles le toca natación, los lunes judo y el martes a catequesis. «El pobre no tiene tiempo para jugar, que disfrute ahí hasta que lleguen sus padres», piensa viéndolo tan entretenido en su construcción de arena, tanto como Andrés, que por fin apelmaza la tierra con las manitas y forma bolas que lanza con intención de dar de lleno a su hermano a pesar de estar fuera de su alcance. Sin dejar de prestar la atención que requieren los dos niños, imagina al mar como una alfombra de algas, verdes y tupidas, capaces de aguantar peso. Una plataforma entre los dos continentes.
El pequeño chapotea en la laguna, agita las manos, se ríe hasta que una racha le llena de arena y protesta frotándose los ojos. Lo limpia con un pañuelo y le da un beso en la cabeza. La desnudez de la gente evidencian calor aunque ella tenga frio. Las olas son cada vez más altas y en breve el agua alcanzará la construcción de Tomás. Es la hora de comer de los niños y los padres no llegan, pero… quizá estén en el supermercado y haya mucha gente, y… Es hora de irse. Limpia los ojos de Andrés y recoge la colección de cacharros, camión incluido, que cada mañana hacen el viaje de ida y vuelta al apartamento; juguetes inútiles por la escasa atención que les prestan, salvo al cubo azul por el que se pelean a diario. Las rachas continuas son cada vez más fuertes y encrespan al mar. Baja la temperatura provocando el éxodo de los bañistas. Una pena irse ahora, le encanta estar en la playa vacía. Lo pasa fatal cuando está llena, a pesar de que los hombres la ignoran, pero las mujeres… Las mujeres no dejan de mirarla. Ellas, que van casi desnudas y sin embargo nadie les critica el vestuario.
Con Andrés sobre la cintura, una mochila a la espalda y la red de los juguetes en la misma mano que la cuerda que tira del camión amarillo con ruedas negras, avanza por la arena hacía la urbanización.
—¡Tomás, vamos!
Le dice ofreciéndole la cuerda que arrastra el camión de plástico.
—No quiero. Es pronto.
Un ruido de motor acalla la protesta del niño y atrae la atención de los que aún permanecen en la arena. Todos levantan la cabeza.
—¡Aisha, Aisha. Un helicóptero de guerra!
Grita Tomás abandonando la nave nodriza que al instante destruyen las olas.
Aisha cierra los ojos, suelta la red y los moldes multicolores caen esparcidos en todas las direcciones.
—¡Aisha eres tonta! —Dice el niño riéndose al ver los moldes salir volando.
—¡Vamos vamos, o se lo diré a tu padre y mañana no bajas!
Deja al pequeño en el suelo y se apresura a recoger los juguetes mientras aguanta las lágrimas. Le faltan manos pero se las apaña para controlar al niño, la red y, del bolsillo del pantalón sacar el móvil. Ojalá que Ayub no lo haya vuelto a intentar, piensa mientras escribe un mensaje bajo el rugido de la nave nodriza que se adentra en el horizonte del Estrecho en busca de alguna patera.